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Le blog de Contra información


La aceptación de la tiranía 

Publié par Contra información sur 28 Mai 2025, 16:26pm

La aceptación de la tiranía 

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ha tenido lugar un proceso lento pero implacable de centralización del poder global, bajo el disfraz de la paz, la reconstrucción y la cooperación internacional. Detrás de las ruinas humeantes de Europa, ciertas élites vieron una oportunidad de oro para construir un orden mundial que se adaptara a sus intereses financieros. El acuerdo de Bretton Woods, seguido de la creación del FMI y del Banco Mundial, sentó inmediatamente las bases de la hegemonía económica estadounidense, en la que la Reserva Federal, una entidad privada disfrazada de institución pública, imprime la moneda mundial y dicta el valor del trabajo, la deuda y la vida.

El dominio global de la Reserva Federal de Estados Unidos (FED), el establishment tecnocrático y opaco de la Unión Europea (UE) y la influencia extensa e insidiosa del Foro Económico Mundial (FEM) no son eventos aislados, sino hitos en un proyecto de manipulación geopolítica hábilmente orquestado por un puñado de élites financieras desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Detrás de la apariencia de instituciones democráticas y de los discursos de cooperación internacional, hay una centralización autoritaria del poder en manos de familias influyentes, con ambiciones posnacionales y un frío desprecio por la soberanía popular. Este teatro global, envuelto en promesas de estabilidad y prosperidad, oculta una lógica de control sistémico del capitalismo de connivencia donde las personas se convierten en variables de ajuste en la agenda de una autoproclamada gobernanza global.

Esta influencia se extendió rápidamente a Europa con el Plan Marshall, un caballo de Troya económico a través del cual Washington pudo inyectar su capital mientras garantizaba que las democracias resurgentes permanecieran bajo supervisión. Luego vino la Unión Europea, presentada como un ideal de cooperación pero concebida como un laboratorio de gobernanza tecnocrática, desconectado de la gente. El poder se concentra en manos de comisarios no elegidos, mientras las naciones abandonan su soberanía en nombre de una moneda única, el euro, una auténtica camisa de fuerza monetaria que impide cualquier política independiente. El ejemplo griego, estrangulado por la deuda y humillado por la Troika, es sólo una de las muchas advertencias que han sido ignoradas.

Actores no electos, transnacionales y fríamente cínicos se están infiltrando sin escrúpulos en este teatro institucional, del cual el Foro Económico Mundial es el ejemplo más flagrante. Davos no es una cumbre; Es una corte imperial disfrazada, donde jefes de Estado, directores ejecutivos, banqueros y personas influyentes dan forma a la agenda global sin rendir nunca cuentas a nadie. Bajo el pretexto del desarrollo sostenible y del progreso inclusivo, el FEM impulsa conceptos como el “Gran Reinicio”, una verdadera operación de redefinición autoritaria del contrato social global, sin debate, sin votación, sin oposición, donde los pueblos se han convertido en un mero ruido de fondo a gestionar mediante comunicaciones y algoritmos.

El capitalismo contemporáneo, lejos de la libre competencia, ha mutado en una forma brutal de colusión, donde las multinacionales dictan las normas, los gobiernos obedecen y los ciudadanos, reducidos al papel de trabajadores-consumidores, pagan el precio de las crisis fabricadas. Y esta es otra pieza del rompecabezas, porque las crisis ya no son accidentes, sino oportunidades cuidadosamente explotadas. Ya sea una pandemia, un colapso financiero o una guerra, cada shock es un pretexto para acelerar la implementación de un mayor control basado en la vigilancia digital, la restricción de las libertades, la dependencia tecnológica y hoy, con un proyecto de monedas digitales centralizadas (CBDC) que abolirá el efectivo y ofrecerá un control total sobre todos los flujos individuales.

En este orden mundial donde todo está calculado, calibrado, integrado en un frío mecanismo, la soberanía, la democracia y la libertad se convierten en reliquias del pasado. La gente, hipnotizada por promesas de seguridad y progreso, no ve que está encerrada en una jaula dorada. El verdadero poder ya no reside en las urnas, sino en las salas de juntas, los foros privados, los parqués de negociación y las redes de influencia globales. Vivimos en una sociedad de sumisión silenciosa, una era donde el consentimiento se fabrica, donde las élites moldean la realidad desafiando la voluntad popular y donde la humanidad avanza, dócil, hacia una servidumbre voluntaria de refinamiento aterrador.

Pero el control global no termina ahí. La guerra, en este gran proyecto de dominación, se convierte en un elemento clave, no sólo como medio de manipulación geopolítica sino también como instrumento financiero e ideológico. Los conflictos son cuidadosamente fomentados y alimentados por los mismos actores que dicen trabajar por la paz. Ucrania es un claro ejemplo de un país que se incendió y se ensangrentó no por el puro impulso de defender la democracia, sino para perseguir una agenda geopolítica más oscura. Con cada muerte, con cada destrucción, se sirven intereses financieros colosales, ya sea mediante la venta de armas, contratos de reconstrucción o la consolidación de posiciones estratégicas.

Las mismas maniobras se están repitiendo en Oriente Medio, donde la guerra entre israelíes y palestinos seguirá siendo inextricable mientras esté alimentada por intereses financieros mucho más poderosos que los de los beligerantes. ¿Quién se beneficia realmente de las bombas que caen sobre Gaza y de las explosiones en Tel Aviv? No son los habitantes de esas regiones, sino las multinacionales armamentísticas, los actores financieros detrás de los fondos de inversión y aquellos que tejen su red en las sombras de los mercados de la energía y del petróleo. Al provocar el caos, estas élites logran distraer a las masas, inflamar las pasiones y controlar la narrativa creando enemigos públicos, todo ello mientras persiguen implacablemente sus objetivos de dominación económica.

Las crisis, ya sean financieras, sanitarias o geopolíticas, ya no son acontecimientos imprevistos, sino instrumentos utilizados por las élites para someter a la gente a un control cada vez mayor. Las crisis financieras de las últimas décadas, como la de 2008, son en realidad consecuencias directas de políticas económicas manipuladas por grandes instituciones bancarias y gobiernos al servicio de intereses privados. No es casualidad que se hayan inyectado miles de millones de dólares en los bancos mientras se estrangula a la población con medidas de austeridad. Estas turbulencias económicas perfectamente orquestadas no sólo han permitido concentrar aún más riqueza y poder en manos de una élite oligárquica, sino también justificar el aumento del control sobre las masas, basado en una deuda pública exponencial, la privatización de los servicios públicos, deslocalizaciones masivas, etc. Cada crisis financiera se convierte así en una oportunidad para reorganizar el mundo según las directrices de quienes tienen el dinero, mientras se coloca a la gente en un estado de dependencia sistemática.

De la misma manera, las pandemias falsas, como la del COVID-19, no son desastres naturales sino oportunidades adicionales para ampliar la vigilancia masiva e imponer reglas de control autoritarias. Es difícil creer que una pandemia global pueda ser simplemente otro evento organizado en un mundo donde la gestión de las crisis de salud está en gran medida a cargo de actores privados y agencias internacionales, en estrecha colaboración con las principales compañías farmacéuticas. Más allá de la salud pública, este tipo de crisis es un pretexto para reforzar el autoritarismo y la vigilancia, con el seguimiento de individuos a través de aplicaciones para teléfonos inteligentes, el monitoreo de movimientos, comunicaciones y comportamientos, e incluso el establecimiento de sistemas digitales de control social. Estas pandemias falsas, cuya narrativa está cuidadosamente controlada por los grandes medios de comunicación y los gobiernos, son un campo de pruebas para la sumisión masiva a medidas sin precedentes y deshumanizantes. 

Estas crisis también brindan una oportunidad perfecta para desviar la atención de los verdaderos problemas económicos, ambientales y sociales que afectan a la gente. Con cada falsa crisis surge un plan para afianzar aún más el control tecnocrático sobre la sociedad. Y para colmo, los ataques de falsa bandera, utilizados con fines políticos y geopolíticos, alimentan el miedo y justifican intervenciones militares a escala global, al tiempo que legitiman una mayor vigilancia y políticas de seguridad draconianas, que ahora son permanentes. El miedo a lo invisible, al terrorismo o al virus, se utiliza como herramienta para manipular las conciencias, al tiempo que garantiza a los gobiernos una libertad de acción sin precedentes para dar forma al futuro como mejor les parezca.

Es casi fascinante ver cómo las personas, aunque relativamente inteligentes y capaces de razonar, se dejan arrastrar a una espiral de credulidad y negación ante las manipulaciones más flagrantes. Lejos de rebelarse contra el sistema que los oprime, prefieren refugiarse en una comodidad miserable, ahogados en un mar de distracciones digitales y fútiles. El mundo moderno ha perfeccionado el arte de la manipulación masiva, administrando una dosis diaria de entretenimiento absurdo y consumo frenético. Las series de televisión, los videojuegos, las redes sociales, todas estas creaciones contemporáneas, que se supone deben entretenernos, se convierten en cadenas invisibles que nos impiden ver lo que realmente ocurre a nuestro alrededor. Las masas están cada vez más desconectadas de los asuntos que moldean su realidad, enganchadas a las pantallas, a celebridades insustanciales, a escándalos fabricados, mientras que las amenazas reales a su libertad y a su futuro pasan desapercibidas, incluso se niegan.

Esta negación es, en realidad, una forma de cobardía colectiva, un mecanismo de defensa contra la monstruosidad de un sistema que aplasta a la humanidad en nombre del lucro. Es más fácil recurrir a alguna distracción que cuestionar un sistema que parece inextricable y omnipotente. Esta apatía culpable es aún más flagrante cuando vemos a gente que se traga sin pestañear historias incoherentes, información manipulada y narrativas simplistas diseñadas para volverlos dóciles y acríticos. Las mentiras políticas y económicas más desvergonzadas, los escándalos geopolíticos más obvios, son recibidos con un encogimiento de hombros y una indiferencia que raya en lo ridículo. 

Lo importante ya no es saber qué es verdad, sino seguir viviendo en la ilusión de una vida “normal”, por insignificante y desconectada que sea. Aquí reside uno de los mayores éxitos de las élites, que han conseguido transformar la indiferencia, la comodidad y el miedo en armas de sumisión masiva. Y mientras la ilusión del entretenimiento continúe, mientras la gente pueda revolcarse en su silenciosa ignorancia, la máquina infernal seguirá girando. ¿Pero a qué precio? La de una sociedad cada vez más deshumanizada, donde el verdadero control ya no reside en las acciones de los gobiernos o las grandes corporaciones, sino en el consentimiento silencioso de quienes prefieren alejarse del mundo real para sumergirse en el ficticio.

¿A dónde nos llevará todo esto? La pregunta, aunque molesta, en realidad tiene poco misterio para aquellos que quieren ver más allá de la superficie de los acontecimientos. El camino que trazamos bajo nuestros pies no es un accidente, sino una trayectoria deliberada, una carrera frenética hacia un mundo donde la libertad, la dignidad humana y la soberanía quedarán reducidas a conceptos obsoletos. Lo que todavía llamamos democracia pronto no será más que una fachada, una caricatura para adormecer las conciencias. Los gobiernos, convertidos en relés ejecutivos de las multinacionales y los poderes financieros, ya no servirán a los intereses del pueblo, sino a los de una élite que gobierna sin responsabilidad, sin control y sin consideración por la condición humana.

La crisis de civilización que hoy vivimos no es un accidente, sino el resultado de un proceso de industrialización del control humano, donde cada aspecto de nuestra vida se convierte en una mercancía a manipular, un flujo de datos a monitorear, un potencial de consumo a explotar. La creciente integración de la tecnología en nuestras vidas, aunque se presenta como progreso, en realidad esconde un proyecto distópico donde la vigilancia masiva se convierte en la norma. Las monedas digitales y otras criptomonedas impuestas por los bancos centrales, por ejemplo, no están ahí para hacernos la vida más fácil, sino para controlar cada aspecto de nuestras transacciones, rastrear cada movimiento económico e incluso moldear nuestro comportamiento a través de incentivos o restricciones económicas. Este mundo sin dinero en efectivo, donde todo pasa por medios electrónicos controlados por instituciones invisibles, es un mundo donde la libertad individual será un recuerdo lejano.

Las monedas digitales, ya sean monedas oficiales controladas por bancos centrales o criptomonedas descentralizadas, dependen todas de la infraestructura tecnológica y del suministro eléctrico. Esta dependencia absoluta de la energía eléctrica los hace vulnerables ante cualquier corte de suministro eléctrico o fallo de la red. Una simple interrupción en el suministro eléctrico podría paralizar no sólo las transacciones financieras, sino también bloquear el acceso a productos de primera necesidad como alimentos, medicinas o gasolina, sumiendo así a la población en una situación de total dependencia e indefensión. Este sistema supuestamente "moderno" y "seguro" revela su fragilidad fundamental: en caso de una crisis energética o de un sabotaje tecnológico, como ocurrió recientemente en España, toda forma de comercio e intercambio se volvería instantáneamente imposible, transformando a las poblaciones en rehenes de un sistema monetario vulnerable.

Guerras, crisis financieras, pandemias, ataques de falsa bandera, cortes de suministro y energía: todo esto es simplemente una preparación para este gran cambio. Las personas, impulsadas por el miedo, el caos y el espectáculo, estarán cada vez más sujetas a regímenes autoritarios que, bajo la apariencia de benevolencia, ofrecerán un "orden" seguro y controlado digitalmente a cambio de la desaparición de las libertades fundamentales. Los opositores a este sistema, aquellos que todavía se atreven a soñar con la soberanía individual, serán aplastados por el poder de un aparato de vigilancia totalitario, capaz de decapitar cualquier forma de resistencia antes de que surja. Los que resisten ya están desacreditados, marginados y castigados por un sistema judicial bajo órdenes; o podrían ser encerrados en hospitales psiquiátricos bajo el pretexto de desviación, envenenados lentamente por sustancias químicas de nuestro entorno o incluso eliminados de forma más brutal por armas invisibles capaces de provocar ataques cardíacos, accidentes cerebrovasculares o cánceres, como para incapacitarlos permanentemente. Las poblaciones, ahora reducidas a la sumisión tecnológica y social, son blancos fáciles en un mundo donde la vida humana, como la libertad, ha sido sacrificada en el altar del control absoluto.

En menos de una década, hemos caído en una cultura total de muerte, donde la vida humana, aunque sagrada, parece cada vez más devaluada y manipulada. El aborto por conveniencia es visto ahora como una solución práctica simple, donde se eliminan vidas humanas incluso antes de que tengan la oportunidad de ver la luz del día, en una negación total del valor inalienable de la existencia. Las EHPAD, estas "residencias de ancianos" convertidas en lugares de deterioro acelerado, son percibidas cada vez más como almacenes de ancianos donde la humanidad se deja al abandono, un final de vida deshumanizado, a menudo marcado por el descuido o incluso por el abuso. El suicidio asistido, antes un tabú, se promueve como un derecho, al tiempo que encarna la normalización de la idea de que una vida sólo tiene valor si se la considera “útil”, reduciendo así la existencia humana a un mero cálculo utilitario. En este contexto, la glorificación de la muerte es omnipresente, alimentada por discursos que valoran el sufrimiento y el fin de la vida como opciones “libres” y “plenas”. Este rechazo de la vida va acompañado de un rechazo sistemático de la creación divina y de cualquier noción de divinidad, donde el hombre, en su orgullo, se considera no sólo como su propio creador, sino también como el único árbitro del valor de la existencia humana. Así, en lugar de celebrar la vida en toda su complejidad y belleza, la sociedad contemporánea parece revolcarse en una ideología morbosa, un nihilismo donde toda forma de creación es barrida en favor de una visión fría y deshumanizadora de la existencia. La humanidad, en su ceguera, abandona su dignidad por una muerte aceptada como norma.

El final de este proceso, el destino final de esta deriva, es un mundo donde el individuo ya no tiene cabida. Donde las personas, entregándose a la indiferencia general, aceptarán su propia esclavitud en una sociedad perfectamente regulada, donde todo está medido, monitoreado y controlado. La democracia sólo existirá en los libros de texto de historia y la soberanía nacional será una reliquia del pasado. Ya no será un sistema capitalista como lo conocíamos, sino un totalitarismo tecnológico donde la vida humana ya no tendrá ningún valor intrínseco. Éste será el fin de la lucha de clases, porque las clases simplemente habrán desaparecido. Sólo habrá una clase dominante, en control de un mundo deshumanizado, vaciado de sus recursos, de sus emociones y de sus pasiones. El beneficio y el control serán las únicas verdades universales.

Y nosotros, el pueblo, en nuestra cómoda negación y ceguera colectiva, habremos sido cómplices de nuestra propia condena a la servidumbre digital total. Porque en realidad no es una caída brutal la que nos espera, sino un deslizamiento insidioso y progresivo, una asfixia lenta e inexorable de todo lo que nos hace seres libres y conscientes. Somos los arquitectos de nuestra propia prisión y, por desgracia, será demasiado tarde cuando finalmente abramos los ojos en número suficiente para revertir esta tendencia.

Por mi parte, la verdadera tragedia reside en la ceguera voluntaria y la cobardía de los propios individuos, en esta sumisión consentida a un sistema que los aplasta, a pesar de años de intentar dar la alarma. Porque la culpa no reside sólo en el ingenio de las élites manipuladoras o en las maquinaciones de sus instituciones globales, sino en el desastroso, incluso culpable, abandono de la idea misma de libertad y dignidad humana. El pueblo, en lugar de enfrentarse a las fuerzas que lo oprimen, ha elegido la salida fácil. Ha optado por el olvido de sí mismos, por la ilusión de una seguridad barata, abandonando los principios fundamentales que deben regir cualquier sociedad humana: la justicia, la integridad y la defensa incansable de la vida.

Lo más desastroso de esta deriva es que los propios individuos han renunciado voluntariamente a su poder de actuar, a su voluntad de resistir. Cambiaron su capacidad de pensar por sí mismos, de cuestionar, de defender su libertad, por una comodidad miserable y una aceptación pasiva de los excesos más abyectos. En este mundo, ya nadie parece preocuparse por las verdades profundas ni por las cuestiones fundamentales. Por el contrario, el individuo moderno prefiere ahogarse en la superficialidad de los placeres instantáneos y las distracciones fútiles, como un alcohólico que huye de su propio dolor. Se han entregado sin pudor a las peores formas de decadencia, ya sea su obsesión por el entretenimiento sin sentido, el consumo excesivo o incluso esta adicción morbosa a las pantallas y redes sociales que difunden mentiras y manipulación.

Permitieron que los instrumentos de manipulación se desplegaran sin oposición, revolcándose en una forma de negación cómoda. En lugar de luchar por preservar la dignidad humana, se han resignado a vivir como máquinas bien engrasadas, obedeciendo los dictados de las grandes empresas y los gobiernos autoritarios. Y cuando la libertad disminuye, cuando la vida se deshumaniza, miran hacia otro lado, confortados por la ilusión de una libertad artificial, la de poder comprar y consumir sin cesar, la de poder entretenerse, de vivir el momento sin pensar en las consecuencias. A cambio de esta pseudolibertad, sacrificaron sus almas, su capacidad de indignarse, de cuestionar y, peor aún, de defender la vida en toda su riqueza y complejidad. La belleza de la vida humana, con sus luchas, aspiraciones y desafíos, se ha vendido por una promesa de inmediatez y satisfacción fugaz.

Lo que está en juego aquí es mucho más que una simple derrota contra un sistema opresor: es una abdicación de nuestra propia esencia. Cada individuo, al revolcarse en su comodidad e indiferencia, es cómplice de la marcha lenta pero inexorable hacia una sociedad de sumisión total. Lejos de oponerse a las injusticias, abusos y manipulaciones, el individuo prefiere mirar hacia otro lado, prefiriendo ignorar las señales de alerta y las consecuencias de un mundo que se desmorona. Ha abandonado la idea misma de salvar lo que es verdaderamente precioso aquí abajo: la libertad, la verdad, la vida. Por pereza intelectual, ignorancia voluntaria o simple cobardía, se dejó seducir por la facilidad del momento y la tentación de la complacencia, olvidando que la verdadera libertad exige una lucha constante, una vigilancia en cada momento.

Y muy pronto, cuando las cadenas invisibles se aprieten alrededor de sus cuellos, cuando la realidad de las represiones digitales, los controles totales y el autoritarismo implacable descienda sobre ellos, los individuos lamentarán su destino, pero será demasiado tarde. Pagarán el precio de su cobardía, y ese precio será mucho mayor de lo que pudieran haber imaginado, porque no será simplemente una pérdida de libertad, sino la desaparición misma de lo más preciado que hay en la humanidad, cuya esencia reside en el alma libre, la capacidad de luchar y la dignidad.

Para detener esta tendencia catastrófica y volver al buen camino, necesitaríamos un despertar brutal de las conciencias, un impulso colectivo de humanidad, pero también una reapropiación fundamental del poder por parte de los individuos. Ya no se trata de denunciar pasivamente el estado del mundo ni de buscar soluciones superficiales. La humanidad debe redescubrir el sentido de la revuelta, de la lucha por la libertad y por la vida. No es un pequeño esfuerzo de reformismo lo que podrá revertir esta trayectoria, sino un cuestionamiento radical de nuestros modos de vida, de nuestra concepción de la libertad y de la dignidad. Lo primero que habría que hacer sería abolir la ilusión de que el confort material es sinónimo de felicidad. Las personas deben comprender que su adicción al consumo, la tecnología y la vigilancia solo las encierra en una jaula dorada, donde el precio de la libertad se paga en silencio, momento a momento.

Pero para lograrlo, la gente primero debe tomar conciencia de su poder latente, un poder aplastado por décadas de manipulación.  No es la estructura del sistema lo que es invencible, sino la pasividad de los individuos lo que permite que esta máquina gire.  Y es en esa abdicación colectiva donde reside el verdadero veneno, porque no sólo se instalará definitivamente el sistema sino que no quedará nadie que se levante y diga ¡no!

Cada individuo debe liberarse de su apatía y recuperar su mente crítica, su deseo de justicia y su capacidad de pensar independientemente. Esto requiere un rechazo absoluto de la ideología dominante que vende una visión de la humanidad reducida a una simple unidad de consumo. Lo que se necesita es una insurrección intelectual y espiritual, una ruptura con la visión materialista y tecnocrática del mundo, un retorno a los valores auténticos de solidaridad, libertad y justicia. Esto también implica desafiar a las principales instituciones financieras y políticas, descentralizar el poder y destruir lo que ahora se llama la "oligarquía global". Hay que restablecer la soberanía del pueblo, y esto exige, en primer lugar, el rechazo de la actual ilusión democrática, en la que el pueblo simplemente elige a su propio amo entre una clase dirigente intercambiable y cómplice.

Por último, la solidaridad humana y el compromiso con la vida deben prevalecer sobre la comodidad individual. La solución está en la capacidad de la humanidad de levantarse unida, no por la supervivencia individual, sino por el bien común. Esta lucha no será fácil. Exigirá sacrificios, pruebas, pero también una revolución en el pensamiento. Es imperativo reinyectar en el mundo una voluntad de resistencia colectiva, una reconquista de la autonomía, de la soberanía personal y de la dignidad humana. La cuestión no es sólo "salir de él", sino recrear un mundo donde el individuo pueda volver a existir fuera de las limitaciones del sistema, donde la vida humana no se sacrifique en el altar de la rentabilidad y la eficiencia.

Si la humanidad quiere liberarse de esta espiral autodestructiva, tendrá que levantarse, cuestionar todo lo que daba por sentado y afrontar la realidad. Sólo entonces, cuando el individuo recupere su dignidad, su responsabilidad y su espíritu libre, podrá la humanidad tener la esperanza de escapar de este impasse. Pero esta lucha será larga, difícil y exigirá una revolución de las conciencias, una lucha contra el olvido y la servidumbre voluntaria, en la que no haya lugar para medias tintas.

 

Phil BROQ.

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