En Gaza, el horror se exhibe a plena luz, y el mundo mira para otro lado. No es solo una colonización abyecta, es la muerte de todo un pueblo, la destrucción deliberada de su dignidad y de su derecho a existir. No existe un vocabulario suficientemente amplio para contener tanto horror, porque cuando el sufrimiento se vuelve tan insoportable, las palabras se vuelven indecentes. Lo que ocurre allí es la destrucción metódica de las condiciones mismas de vida cuando falta el agua potable, la electricidad desaparece y los alimentos escasean. Su cielo, que debería ser un lugar de esperanza o de luz, está oscurecido por el humo y el estruendo de los golpes y su suelo se ha convertido en un sudario. Los civiles pagan el precio más alto de esta locura salvaje en la que cada víctima es una pérdida irreparable para toda la humanidad.
La violencia se ha transformado en una realidad cotidiana donde el sufrimiento humano parece no tener fin. Lo que está ocurriendo en Gaza no es un enfrentamiento militar ni un conflicto armado entre dos fuerzas antagónicas, sino un genocidio silencioso, una catástrofe humanitaria de proporciones devastadoras que afecta a miles de vidas inocentes. Los bombardeos no solo afectan a edificios, hospitales o campamentos de refugiados, sino sobre todo a sueños, familias, historias y vidas.
En la grisalla de este territorio asediado, donde el aire está tan lleno de polvo como de desesperación, ya no hay distinción entre los civiles y los combatientes. Todo el mundo se convierte en un objetivo, una víctima entre tantas otras, una estadística trágica en un balance de guerra que no deja de aumentar. La inhumanidad reside en esta falta total de distinción, en esta falta de respeto por la vida humana. Lo que está sucediendo no es una guerra, es un asalto inmundo, una agresión pura y simple, sin razón ni compasión, que barre todo a su paso, sin ningún respeto por la edad, el estatus social o las aspiraciones personales. La inhumanidad reside en esta negativa a ver al otro como un ser humano.
Se están destruyendo deliberadamente las infraestructuras esenciales para la vida. Las escuelas están en ruinas, privando así a los niños de Gaza de su derecho a la educación y de una apariencia de normalidad en un mundo donde la preocupación y el miedo deberían ser preocupaciones remotas de adultos, no de niños inocentes. Estos niños, marcados para siempre, crecerán en un mundo desfigurado donde el miedo ha sustituido la inocencia y la furia de la guerra por sus primeras palabras. ¿Cómo explicar a un niño que su padre ya no está, que su casa ha desaparecido, que su mundo se derrumbó en pocos segundos bajo la locura de unos bárbaros?
Los hospitales, que se supone son santuarios para los heridos, están desbordados no solo por la cantidad de personas heridas, sino también por la insuficiencia de recursos para atenderlas cuando no son bombardeadas. Falta de medicamentos, escasez de equipos médicos, insuficiencia de personal sanitario... todo está puesto a prueba. Los cuidadores, agotados, luchan todos los días para salvar lo que queda de vida, pero a menudo tienen que elegir quién puede ser atendido. La muerte se convierte, con demasiada frecuencia, en la única salida. Frente a una urgencia así, las opciones se vuelven crueles.
Las familias están destrozadas. Los padres lloran a sus hijos, los niños pierden a sus padres, se apagan hogares. El horror es inconmensurable, amplificado, banalizado. Su dolor, su duelo, su pérdida, todo es parte de un ciclo infernal que se repite día tras día, año tras año. Cada familia en duelo es un espejo del dolor colectivo de la población de Gaza. Su sufrimiento suena como un grito ahogado, una llamada desesperada a la comunidad internacional que parece haberse quedado sorda a su aflicción.
Lo que está en juego aquí supera cualquier consideración territorial. No es una guerra de fronteras ni una disputa de intereses. Lo que está en juego es la esencia misma de nuestra humanidad. ¿Qué valor tenemos como civilización si permitimos que semejante abominación continúe en la indiferencia? El mundo entero mira, en una complicidad pasiva, pero rara vez actúa con la firmeza necesaria. La diplomacia habla, mientras los niños mueren. Ellos solo piden el derecho fundamental a vivir.
Gaza se ha convertido en algo peor que una prisión a cielo abierto, es un campo de exterminio mediatizado. La ayuda humanitaria se ve obstaculizada, todos los recursos vitales básicos escasean y el agua potable se convierte en un lujo. Miles de personas luchan por sobrevivir en condiciones indecibles. ¿Cómo se puede hablar de dignidad humana en estas circunstancias? ¿Cómo se puede aceptar que se niegue a una población su derecho a la vida en la más total indiferencia?
Esta inhumanidad no proviene solo de las bombas ciegas y sordas, sino de la indiferencia colectiva insensible a esta carnicería. La vida humana se reduce a una variable en los cálculos políticos y parece haberse convertido en una mercancía, una moneda de cambio en discusiones que, sin embargo, no logran traer la paz.
La barbarie que se abate hoy sobre Gaza no nace de un enfrentamiento entre dos civilizaciones, sino de mentes retrógradas congeladas en el arcaísmo. Es obra de los que no han sabido elevarse por encima del odio, prisioneros de visiones tribales y deshumanizadoras. Su violencia sanguinaria no es la de la guerra, sino la de un rechazo patológico, producto de una mente encerrada en una espiral de barbarie sin sentido e incapaz de reconocer al otro como igual, sea vecino o extranjero. Una mente alimentada por miedos primarios, odios ancestrales y dogmas fijos, manipulada y formalizada que no ha sabido evolucionar, cautiva de creencias desviadas y prácticas anticuadas que ya no tienen lugar en el mundo moderno.
Los colonos que perpetúan estos actos no sólo son culpables de matanzas y no defienden una causa, sino que encarnan una profunda regresión moral y espiritual que arrastra al mundo hacia un pasado que se creía superado. No luchan, aplastan. Su brutalidad es la de mentes psicóticas incapaces de superar el miedo, el desprecio y la voluntad de dominación donde la vida humana ya no tiene ningún valor. Actúan sin ley, sin moral, sin conciencia donde la sangre derramada no hace más que eco a un deseo de dominación primitiva.
La masacre de inocentes en Gaza es una proyección mundovisisón de la incapacidad de algunos individuos para trascender sus instintos los más bajos de la humanidad y prueba de un fracaso colectivo profundo. En Gaza, la civilización retrocede. Una civilización digna de ese nombre no puede permitirse considerar la vida como una mercancía o justificar actos tan crueles en nombre de una causa cualquiera. Esta forma de barbarie es la antítesis de la evolución humana, una regresión hacia las edades más oscuras de la Historia. Donde se deberían construir puentes, algunos prefieren seguir erigiendo muros de sangre.
El contraste es evidente entre ese salvajismo, esa violencia arcaica y los ideales de un mundo moderno basado en la paz, la justicia y la dignidad humana. Creímos, después de tantos conflictos, construir un mundo más iluminado. Pero Gaza nos recuerda que esos valores están constantemente amenazados por quienes se niegan a evolucionar. Lo que también es sorprendente es esta bancarrota espiritual. Porque la violencia no es solo un medio, es sobre todo el síntoma de un espíritu consumido por el odio, incapaz de crear, solo de destruir. De un estado mental profundamente trastornado, incapaz de salir del oscurantismo, de la ignorancia y del rencor, donde la vida misma está deshumanizada. Las ideologías destructivas, alimentadas por siglos de dominación y odio, perduran e impiden el nacimiento de un futuro común. Ya no es una lucha, es una abdicación de la humanidad.
La humanidad moderna no puede tolerar esto y aceptar dejarse llevar por visiones primitivas y destructivas. Los que se reivindican de los Derechos del Hombre, de la paz, de la justicia, deben negarse a permanecer espectadores. Porque estos espíritus bárbaros, estas violencias arcaicas y primarias, son una amenaza para todos nosotros. Recuerdan una regresión fatal, lo que el Hombre puede volver a ser cuando olvida lo que ha aprendido gracias a la compasión, la dignidad, el respeto de la vida.
La masacre de Gaza no es una tragedia local o geopolítica. Es una prueba para la humanidad. Es una tragedia humana, un fracaso en la evolución hacia un mundo más justo, más iluminado. Es también una pregunta que se hace francamente a la conciencia de cada uno para saber ¿si somos todavía capaces de reaccionar, de elevarnos? ¿O si ya hemos renunciado? En Gaza, como en otros lugares, la humanidad debe lograr elevarse por encima de sus demonios internos. La violencia no es y nunca será una solución. No es más que la manifestación del fracaso de los espíritus que se niegan a elevarse más allá de las tinieblas del pasado.
Porque hay soluciones. Hay formas de salvar vidas, ayudar a los que sufren, evitar la destrucción sistemática de todo lo que queda. Pero esto requiere valor, voluntad y, sobre todo, humanidad. Exigen que dejemos de considerar este conflicto como una cuestión lejana y aceptemos, de una vez por todas, que el sufrimiento humano allí es también nuestro sufrimiento.
Es hora de dejar de mirar hacia otro lado. Es incluso el momento de mirar con lucidez las atrocidades que están ocurriendo en Gaza y responder al llamado de los inocentes, para dejar de ser espectadores y actuar como actores del final de esta tragedia. Dejar de ponderar las vidas humanas según su origen o su geografía. Es hora de escuchar los gritos de los inocentes. Porque más allá de los intereses, queda esta verdad fundamental que cada vida cuenta.
La tragedia de Gaza es el reflejo de una humanidad que, en su búsqueda de poder y dominación, ha olvidado sus principios más fundamentales. Frente a este horror, nos corresponde no ser simplemente testigos, sino actores de un cambio que pone al humano en el centro de toda consideración. Gaza nos recuerda con una brutalidad indescriptible que la violencia, ya sea física o psicológica, no resuelve nada, que solo aumenta la brecha entre los seres humanos, y que sigue siendo el último fracaso de nuestra humanidad. Porque ¿qué es la humanidad si, en la angustia de los inocentes, permanecemos indiferentes? Si los gritos de los niños, de las madres, de las familias destrozadas no encuentran eco en nuestras conciencias, entonces ¿qué queda de nuestra civilización? ¿No somos todos responsables, como miembros de una comunidad mundial, del sufrimiento de los demás
No estoy acusando, estoy testificando que nada puede justificar la aniquilación de una población y que todavía hay tiempo para responder a este llamado. Todavía hay tiempo para no rendirse. Los ideales de paz, justicia y dignidad humana, lejos de ser utopías, deben guiar nuestra acción colectiva. Todos somos responsables del mundo que dejamos a las generaciones futuras. Cualquiera que sea el origen de este conflicto, hay un límite que nunca debe cruzarse: el de la humanidad.
Y ese límite, en Gaza, ha sido superado durante demasiado tiempo...
Phil BROQ.