En un momento en que el progreso tecnológico parece haber eclipsado la inteligencia de los vivos, que nuestras sociedades se hunden en un exceso de tecnología y de medicalización, saturadas de hiperconectividad pero energéticamente desequilibrada, La antigua práctica de los magnetizadores reaparece con una sorprendente actualidad. Durante mucho tiempo confinada a los márgenes de la medicina convencional, esta práctica suscita hoy un renovado interés entre un público en busca de bienestar, sentido y enfoques más sensibles, globales y sobre todo más naturales. En el tumulto de un mundo que ha olvidado el silencio del cuerpo, lo que toca el magnetizador no es solo un cuerpo físico roto, sino una vibración desentonada, una frecuencia sufrida, que busca recuperar su tono correcto, su armonía original.
Se nos repite que la medicina progresa, que la ciencia avanza, que la humanidad nunca ha tenido tantos medios para curarse. Sin embargo, los hechos cuentan otra historia. El cuerpo humano nunca ha sido tan examinado... ni tan mal entendido. La esperanza de vida con buena salud disminuye en muchos países occidentales, incluida Francia, mientras que las enfermedades crónicas o de otro tipo se disparan: cánceres, diabetes, trastornos cardiovasculares, trastornos neurológicos, etc. Francia, sin embargo dotada de un sistema sanitario entre los más caros del mundo, tiene también el triste récord del mayor consumo de antidepresivos y ansiolíticos, revelando una angustia psíquica masiva y creciente. En las urgencias, los pacientes esperan horas, a veces demasiado y mueren sobre las camillas en los pasillos, por falta de personal y medios. La mortalidad infantil, que antes era una tendencia a la baja constante, vuelve a aumentar y cada vez hay más voces que dicen que algo no está bien. Estas cifras son cuestionables y es cada vez más difícil hablar de progreso médico cuando tantas señales indican un malestar colectivo y una quiebra silenciosa del modelo médico actual. Quizás sea hora de reconsiderar lo que realmente significa "curar".
En toda lógica, un número creciente de personas expresa una fatiga profunda, si no una desconfianza, frente a una medicina que se ha convertido, a sus ojos, demasiado mecánica, demasiado química, demasiado desconectada de lo esencial y por tanto demasiado inhumana. Muchos se sienten traicionados por un sistema médico que, en lugar de buscar las causas profundas de las enfermedades, con demasiada frecuencia se limita a prescribir medicamentos para toda la vida. Tratamientos pesados, costosos, a menudo acompañados de efectos secundarios desastrosos y que, en muchos casos, no hacen más que enmascarar los síntomas sin nunca atacar la raíz del desequilibrio. Este sentimiento de desilusión se ha intensificado aún más en los últimos años, sobre todo a raíz de las polémicas campañas de vacunación, vividas por muchos como manipulaciones a gran escala. Para una parte de la población, el período COVID-19 marcó un verdadero punto de inflexión, un momento en que la confianza en las instituciones médicas y gubernamentales se rompió, donde los efectos secundarios no reconocidos, la negación de los hechos y la ausencia de una verdadera escucha han dado lugar a sospechas, incluso a una forma de ira silenciosa.
En este contexto, cada vez más personas recurren a enfoques alternativos, en busca de un cuidado más humano, más respetuoso, más alineado con su ser profundo y sobre todo con resultados casi inmediatos. Prácticas que consideran al individuo en su globalidad y que devuelven la naturaleza al centro del proceso de curación. Este retorno a métodos más suaves, más vibratorios, como el magnetismo, no es pues un simple efecto de moda. Es una respuesta a una necesidad vital de volver a conectar con lo que está vivo, sensible e intuitivo. Es el rechazo a ser reducido a un diagnóstico descuidado, a una prescripción química y rara vez adaptada, a una sucesión de análisis costosos y que requieren mucho tiempo que, al final, no da mejores resultados. Es también el deseo de ser escuchado, considerado en su complejidad, y acompañado hacia una curación que no sea solo física, sino también interior. Porque, en el fondo, lo que muchos reclaman hoy no es elegir entre ciencia y naturaleza, sino reconciliar ambas. Encontrar una medicina que cura sin deshumanizar, que escucha sin juzgar y que ayuda sin alienar.
Este retorno a los magnetizadores no es pues anodino. Responde a una fatiga colectiva, a una forma de agotamiento frente a una visión demasiado mecánica y mercantilista del cuerpo humano. Porque ¿qué hace realmente un magnetizador? No cura como un médico tradicional, no prescribe medicamentos ni productos químicos, tampoco examina según las normas clínicas. Lo que trata de restaurar no es solo para suprimir el dolor o los síntomas visibles de un mal. Es un equilibrio mucho más amplio, más profundo, a menudo imperceptible a los ojos, pero sentido con fuerza por aquellos que vienen a consultarlo. Un equilibrio invisible y sutil, que actúa tanto sobre el cuerpo como sobre la mente. Busca reparar y armonizar el campo energético de la persona tratando las causas profundas y no solo los efectos.
Es importante precisar que el magnetismo no pretende sustituir a la medicina tradicional. No es una alternativa radical ni un rechazo sistemático de la ciencia, sino más bien un valioso complemento, un enfoque paralelo que actúa en otro plano, más sutil. El magnetizador no reemplaza al médico: no establece un diagnóstico médico, no prescribe tratamientos y nunca interviene en situaciones de emergencia. Actúa donde la medicina a menudo se detiene, es decir en lo invisible, energético, emocional. Allí donde los exámenes clínicos permanecen en silencio, pero donde el cuerpo sigue hablando a través de sus tensiones, dolores inexplicables y agotamiento interior. En este sentido, el magnetismo no se opone a la medicina moderna, sino que la enriquece, dando un lugar a la intuición, al sentir, al vínculo entre cuerpo, mente y medio ambiente. Una vía de atención complementaria, que pone al ser humano en el centro de la atención.
El magnetizador interviene precisamente allí, en este espacio intermedio que la medicina clásica explora muy poco (si es que no lo hace), el campo energético humano. Este campo, también llamado aura, biocampo o envoltura vibratoria según las tradiciones, es una especie de trama invisible que rodea y atraviesa a cada ser vivo. Contiene, según algunos, la huella de nuestros estados físicos, emocionales, mentales e incluso espirituales. Porque en el cuerpo humano todo está conectado. El cuerpo y la mente funcionan como un espejo, y todo es una cuestión de resonancia. Cada órgano tiene su propia firma energética, su vibración única. El dolor físico puede surgir de un choque emocional, una fatiga crónica revelar un desequilibrio interno, un conflicto no expresado o un exceso invisible. El magnetismo interviene allí, en el corazón de estas interconexiones sutiles, para restaurar la armonía donde se ha roto. Es una forma de afinación, como el luthier ajustando las cuerdas de un instrumento, el magnetizador ayuda al cuerpo a recuperar su música interior, donde algunas notas se han desentonado.
El cuerpo humano no es más que un campo electromagnético en constante movimiento. Cada órgano, cada célula emite una frecuencia específica, creando una compleja red de interacciones vibratorias. El corazón, por ejemplo, genera un potente campo magnético, medible a varios metros alrededor del cuerpo y directamente influenciado por nuestras emociones. El cerebro también emite ondas, traduciendo nuestros pensamientos, nuestro estado de conciencia. Estos campos no funcionan de manera aislada, sino que se comunican entre sí, se ajustan y responden. Y lo que es más sorprendente, también interactúan con los campos de otros seres humanos, animales y plantas. Cuando entramos en una habitación, a veces "sentimos" la presencia de alguien incluso antes de que hable. Nuestros campos electromagnéticos se cruzan, armonizan o rechazan. Estos intercambios invisibles pero muy reales explican en parte nuestra sensibilidad a ciertas personas, nuestras intuiciones, nuestra empatía. Es en este espacio sutil, hecho de frecuencias y resonancias, que el magnetismo opera reequilibrando el interior, pero también retejiendo los vínculos entre el cuerpo, la mente, el alma... y los demás.
Del mismo modo, el hígado puede "resonar" con la ira no expresada, los pulmones con la tristeza reprimida, los riñones con la ansiedad o la inseguridad, etc. Estos no son simples símbolos porque estas correspondencias se observan desde hace siglos en las medicinas tradicionales como la medicina china o ayurvédica, y hoy encuentran ecos en las investigaciones sobre el cuerpo energético. Así, cuando un órgano está sufriendo, no es solo su función biológica la que se altera, sino también su vibración, su interacción con el resto del cuerpo. El papel del magnetizador es entonces escuchar estos desequilibrios sutiles, armonizar las frecuencias, reactivar la comunicación entre los órganos y el campo global del cuerpo. Cuando este campo energético está desequilibrado (agrietado, contraído, debilitado), es todo el organismo que puede sentir los efectos y puede provocar una disminución de la vitalidad, dolores inexplicables, trastornos del sueño, un mal estar difuso, pérdida de puntos de referencia, sensaciones de "ya no ser uno mismo". El papel del magnetizador es entonces rearmonizar esta envoltura vibratoria, volver a poner movimiento en ella, fluidificar lo que estaba bloqueado, reparar lo que se había roto.
Lo que se llama "materia", en realidad, no es más que una ilusión de densidad. Porque si observamos a nivel microscópico, y luego subatómico, descubrimos que todo lo que compone nuestro mundo (objetos, cuerpos, órganos) está esencialmente constituido... ¡de vacío! Entre dos átomos no hay contacto sólido, sino un espacio inmenso a escala del infinitamente pequeño, atravesado por fuerzas invisibles. Lo que une estas partículas entre sí, lo que les da forma, coherencia, estructura, es una fuerza que viene de la interacción electromagnética. Es ella quien mantiene la cohesión de la materia, que moldea el universo y por tanto nuestros cuerpos. En otras palabras, estamos más hechos de energías y vibraciones que de sustancias tangibles. Y es precisamente en este campo invisible donde actúa el magnetizador. No sobre la materia bruta, sino sobre las verdaderas fuerzas que lo animan.
Cada órgano del cuerpo humano emite su propia frecuencia, su propia vibración, como una nota separada en una vasta sinfonía interior. Es lo que algunos enfoques energéticos, e incluso corrientes emergentes de la ciencia, están empezando a explorar. Así, el corazón, el hígado, los riñones, los pulmones, el cerebro, todos poseen un campo electromagnético propio, una firma vibratoria única. Estos campos no están fijos. Reaccionan ante todo a nuestro estado físico, por supuesto, pero también a nuestras emociones, nuestros pensamientos, nuestro entorno y entre todos los seres humanos. Se "irradia" a nuestro alrededor y influye en nuestros estados internos, nuestros trastornos, nuestras emociones, nuestras enfermedades, así como también está influenciado por lo que vivimos. Cuando estamos en paz, en amor, en coherencia, este campo es fluido, armonioso. Cuando hay estrés, miedo o enojo, se vuelve caótico, desorganizado.
Este trabajo sutil, aunque invisible, es profundamente tangible para aquellos que lo viven. Porque toca lo esencial, a este vínculo íntimo entre nuestra dimensión física y nuestra naturaleza vibratoria. Donde comienza, tal vez, la verdadera curación. A través de sus gestos, su presencia, su concentración, se convierte en un intermediario entre las energías perturbadas y la inteligencia natural del cuerpo. No "fuerza" nada, acompaña un retorno a la armonía. Invita a la persona a volver receptiva a sus propios recursos de auto-curación. Reparar el campo de energía es como realinear al individuo consigo mismo. Es permitir que la energía vital, que algunas tradiciones llaman el Chi, el Prana, o la fuerza de vida, circule libremente, sin obstáculos. A menudo, cuando la mente vuelve a circular, se calma, las tensiones se relajan, el corazón se abre y el cuerpo comienza a regenerarse.
El papel del magnetizador, por lo tanto, va mucho más allá del simple gesto de poner las manos. Actúa como un puente entre lo que uno siente y lo que no ve, entre las tensiones invisibles del cuerpo y los desequilibrios más sutiles de la mente. No es médico, ni psicólogo, ni gurú. Es un canal, un regulador de energías, un acompañante del vivo en todas sus formas. En concreto, el magnetizador capta los bloqueos energéticos, ya estén relacionados con un dolor físico, un estrés emocional, un trauma antiguo o incluso una fatiga más global, a menudo difícil de nombrar. A través de un trabajo intuitivo pero arraigado, busca restablecer una circulación fluida en lo que se llama el campo energético de la persona. Una zona aún vaga para la medicina tradicional, pero sin embargo sentida por todos en un momento u otro de la vida.
En lo que a mí respecta, fue en 2009, durante una peregrinación a pie hacia Santiago de Compostela con mi esposa, cuando mis habilidades de magnetizador se revelaron con una fuerza inesperada. Este viaje, tanto iniciático como físico, abrió en mí una sensibilidad nueva, como si cada paso me acercara un poco más a una verdad interior largamente dormida. Desde ese momento, no he dejado de desarrollar esta práctica, de explorarla, de perfeccionarla en contacto con lo vivo, los dolores, los silencios. Pero sería falso decir que elegí ese camino deliberadamente porque muchas veces fue él quien me eligió. Hay como una fuerza, una atracción misteriosa, casi incontenible, que me impulsa a intervenir ante los que sufren, aun sin conocerlos. Como si una forma de electromagnetismo divino me guiara, más allá de mi voluntad, hacia los seres y lugares que necesitan ser rearmonizados. No es un don en el sentido espectacular del término, sino más bien una capacidad de percibir lo sutil, una misión silenciosa, humilde, profundamente arraigada en el vínculo sagrado entre lo humano, lo invisible y la luz.
En este recorrido, a menudo he tenido la impresión de que las personas que vienen a verme no son simplemente enviadas por aquellos a quienes ya he tratado. Hay algo más grande en acción, una fuerza sutil, casi divina, que guía sus pasos hacia mi puerta. Esto me recuerda a la taumaturgia, el arte antiguo de curar por un poder espiritual, que va más allá de la simple competencia humana. La gente llega a menudo como atraída por un magnetismo irresistible, como si fueran empujados por una fuerza invisible y más grande que ellos mismos. No es una coincidencia. Es como si, a través de mi trabajo, me convirtiera en un vector, un intermediario entre la energía universal y el ser que sufre. Una fuerza magnética que no controlo, pero que me obliga a responder, a actuar, a aliviar. Al igual que los reyes de antaño, investidos con un poder sagrado para curar a los enfermos, a veces siento esta misma forma de "misión divina". Porque esto va mucho más allá de la simple voluntad humana.
La taumaturgia, o el arte de sanar con poder espiritual y la imposición de manos, es una práctica tan antigua como sagrada, cuyas raíces se encuentran en las historias fundacionales de nuestra civilización. Cristo es sin duda el ejemplo más emblemático. Imponía las manos, curaba a los enfermos, restituía la vista a los ciegos y aliviaba los cuerpos restableciendo la armonía del alma. No se limitaba a curar, revelaba el camino de un poder interior, profundamente humano, conectado con una fuerza divina. Esta tradición del "toque sanador" se ha prolongado a través de los siglos, especialmente en las monarquías europeas. En Francia como en Inglaterra, los reyes, después de su coronación, estaban investidos con un poder simbólico de curación. Tenían que tocar a los enfermos afectados por la escrófula (una afección de los ganglios) y esta práctica, lejos de ser anodina, servía para confirmar su vínculo directo con lo sagrado, para demostrar que eran los elegidos de Dios, capaces de transmitir la gracia por sus manos. Estos gestos, en la encrucijada de la fe, el misterio y la energía, recuerdan que el magnetismo y la sanación espiritual no son inventos modernos, sino los herederos de una sabiduría ancestral profundamente inscrita en nuestra historia colectiva.
Desde siempre, el poder de curar se ha asociado a una dimensión sagrada, casi divina. En las tradiciones religiosas, el que cura no lo hace solo por competencia, sino porque está conectado a una fuente superior, a una luz capaz de atravesar su cuerpo para llegar al del otro. En el cristianismo, este poder es encarnado por el mismo Cristo, verdadero arquetipo del sanador espiritual. Pero esta transmisión no se detuvo allí. Durante siglos, los reyes de Francia e Inglaterra han mantenido esta filiación simbólica, afirmando su legitimidad por un poder taumatúrgico recibido en la coronación. Al tocar a quienes padecían escrófula, no se limitaban a poner las manos: afirmaban su papel de mediadores entre el Cielo y la Tierra. Esta alianza entre espiritualidad, autoridad y cuidado revela una verdad olvidada: curar no es solo un acto médico, sino también un acto de elevación. Es reconocer que detrás de la materia, está lo invisible. Y que a veces, una simple mano puesta con fe, intención y apertura es suficiente para despertar las fuerzas de curación en cada uno.
Más allá de las figuras reales y religiosas, el arte de curar con las manos también se ha arraigado en el campo, transmitido de generación en generación por figuras discretas pero profundamente respetadas como son los curanderos, ensalmadores, sanadores de fuego, y otros magnetizadores populares. Sin títulos, sin diplomas, pero dotados de un "don" que la comunidad reconocía instintivamente, curaban las quemaduras, aliviaban los dolores, calman las angustias. Su saber, a menudo mezclado con oraciones, gestos rituales e intuición, se inscribía en una continuidad ancestral, a veces incluso en relación con figuras místicas reconocidas como los Santos curanderos. En algunas regiones se invocaba a San Roque por la peste, a Santa Rita por los casos desesperados o a San Antonio por las enfermedades de piel. Estas figuras, mitad hombres y mitad símbolos, recordaban que la curación iba mucho más allá del cuerpo porque implicaba el alma, la fe y una forma de alianza invisible con fuerzas superiores. El magnetismo contemporáneo, lejos de ser una novedad, es el heredero de esta memoria viva, arraigada en lo sagrado, en el pueblo y en la transmisión silenciosa de un saber intuitivo que la ciencia apenas comienza a redescubrir.
En todo el planeta, mucho antes de la aparición de la medicina moderna, los pueblos vivían en estrecha relación con la naturaleza y las fuerzas invisibles que la atraviesan. Entre los indígenas de América, los chamanes curaban a través de las plantas, los cantos, los trances y los espíritus, actuando no solo sobre el cuerpo, sino también sobre el alma herida o desorientada. En África, en la Amazonía, en Asia, los curanderos tradicionales consideraban que la enfermedad nacía de un desequilibrio entre el hombre y su entorno, entre su energía interior y la del mundo. En China, la medicina taoísta se basa desde hace milenios en la circulación del Qi, la energía vital, a través de los meridianos, tratada por la acupuntura, las plantas o el Qigong. En la India, el Ayurveda enseña que cada ser está compuesto de fuerzas elementales (doshas) que, cuando se armonizan, mantienen salud y claridad interior. Estos enfoques, lejos de ser arcaicos, forman un saber vivo, milenario, basado en la escucha, la observación fina y el respeto de las leyes naturales. El magnetismo de hoy, tal como está renaciendo en Occidente, se inscribe en esta vasta tradición planetaria de cuidado energético. Reúne lo que la modernidad ha separado con demasiada frecuencia. El cuerpo, el alma, la tierra, el cielo y la energía que une todo.
Por lo tanto, el magnetizador moderno utiliza a menudo sus manos como instrumentos principales. Pero lo que realmente moviliza es una capacidad de percibir los desequilibrios vibratorios, sentir los nudos, las fugas, los excesos, y "rechazarlos" suavemente. Algunos hablan de un don, otros de un saber hacer desarrollado con el tiempo, no importa, porque lo que cuenta es esa capacidad de escuchar de otra manera. El magnetizador escucha lo que el cuerpo no dice con palabras, sino con males como tensiones, resistencias, silencios. Su trabajo no es curar en el lugar de la persona, sino devolverle el impulso, el impulso interior, para que el cuerpo recupere sus propias capacidades de autorregulación. En esto, el magnetismo se inscribe en una lógica de complementariedad con la medicina moderna ya que no reemplaza los tratamientos, pero puede acompañar, aliviar, calmar, devolver vitalidad a lo que estaba parado.
La enfermedad es cuando el "mal ha hablado", cuando el cuerpo, la mente o el alma expresan su angustia, su sufrimiento, su desequilibrio. Es una especie de lenguaje silencioso, un grito del interior que por fin encuentra eco en la carne. Pero sanar es recuperar la armonía, recuperar la alegría. Curar es ser "alegre y reír", es recuperar esa ligereza interior que nos permite dejar fluir de nuevo la energía vital. La risa, como una vibración que rompe las cadenas del dolor, que restablece el flujo de fuerzas. Por el contrario, curar es a menudo "negarse a sí mismo". Curar es a veces conformarse a las prescripciones externas, aceptar un tratamiento que no siempre habla a nuestra esencia profunda, que enmascara sin tocar las raíces del mal. Es olvidar que tenemos esta capacidad innata de sanar, de reconectarnos a nuestra propia fuente. Curar, en este sentido, es como entrar en un papel, el del "cuidador" o del "curado", pero a veces es olvidar que la verdadera curación viene de dentro, del corazón, de la risa, de la alegría encontrada cuando circula la energía.
Se podría decir también que el magnetizador no interviene "contra" la enfermedad, sino "a favor" de los vivos. Despierta, reajusta, realinea. En un mundo donde todo va rápido, donde el cuerpo es a menudo ignorado o maltratado, su presencia invita a una pausa, a un recentro. Nos recuerda que estamos atravesados por fuerzas más grandes que nosotros, y que cuidar de uno mismo pasa también por este espacio invisible, vibratorio, a menudo olvidado. Y aunque esto todavía parece borroso para algunos, la ciencia también está empezando a reconsiderar nuestra naturaleza profunda de ser energéticos. Reconoce cada vez más que no somos solo materia, huesos y carne, sino también energía, vibraciones, campos electromagnéticos en constante interacción con nuestro entorno. Entonces quizás el magnetizador no debe ser visto como un misterioso sanador, sino como un armonizador de frecuencias vitales. Porque en el fondo, no somos más que eso, seres hechos de energías, de ritmos, de pulsaciones, de ondas.
Así, el magnetismo, lejos de ser una simple práctica alternativa o un efecto de moda, aparece hoy como un regreso a las fuentes, un recordatorio de nuestra naturaleza vibratoria, sensible, profundamente conectada con las fuerzas de la vida. En un mundo que sufre por haber cortado demasiado los vínculos entre el cuerpo y la mente, entre la ciencia y lo sagrado, entre el hombre y la naturaleza, abre una nueva vía... o mejor dicho, una antigua vía que habíamos olvidado. Se inscribe en el linaje de los curanderos de todos los tiempos: profetas, reyes sagrados, santos, chamanes, sabios, mujeres y hombres del pueblo que, por sus manos, su presencia, su fe o su intuición, han sabido restablecer la armonía donde se había roto.
Tal vez este es el verdadero progreso, el de volver a aprender a sentir, escuchar, sanar de otra manera. No en contra de la medicina, sino junto a ella, poniendo el ser humano, la energía y la conciencia en el centro del cuidado. Porque curar, en el fondo, no es solo silenciar el dolor. Es volver a uno mismo. Recuperar el equilibrio. Volver a contactar con la vida y armonizar el mundo...
Phil BROQ.