La guerra digital, tal como la libran hoy potencias como Estados Unidos, Israel y China, no es simplemente una confrontación técnica ni una cuestión de ciberseguridad. Lejos de la idea de un espacio libre y democrático, internet se ha convertido en un campo de batalla donde la vigilancia y la manipulación de las masas se han convertido en estrategias de control totalitario. Esta militarización de internet es una extensión de la lógica de guerra permanente a la que Occidente parece condenado, y revela sus defectos con un sistema de estupidez del pensamiento reforzado por la represión, la intimidación y el condicionamiento.
Uno de los principales actores de esta militarización es, por supuesto, DARPA, la Agencia de Investigación de Defensa de Estados Unidos. Al financiar la creación de internet, DARPA creó no solo una red de comunicaciones, sino una plataforma para la guerra tecnológica. Internet, que parecía una herramienta para conectar a la humanidad, se ha transformado en una plataforma de vigilancia e infiltración. La obsesión por mantener el dominio militar ha llevado a la instrumentalización de un espacio digital donde cada gesto, cada interacción, se convierte en datos analizados para fortalecer el control y subyugar a los individuos.
DARPA, con su papel en el diseño del internet moderno, obviamente continúa financiando y supervisando la investigación en áreas tan sensibles como la inteligencia artificial, la robótica, las redes neuronales y los ciberataques. Esta agencia estadounidense, fundada en la década de 1950, encarna la fusión de la innovación tecnológica, la vigilancia generalizada, la simplificación masiva de sistemas y la seguridad nacional. Aunque sus misiones han evolucionado desde la Guerra Fría, DARPA sigue siendo un actor clave en la guerra digital, especialmente al colaborar con gigantes tecnológicos para experimentar con tecnologías de vigilancia masiva y manipulación de datos a gran escala.
Pero DARPA no está sola. Tras bambalinas, agencias como la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) han convertido internet en un campo de espionaje privilegiado. Gracias a las revelaciones de Edward Snowden, el mundo ha tomado conciencia del alcance de la vigilancia de las comunicaciones globales por parte de la NSA. Al interceptar miles de millones de mensajes, conversaciones y datos personales, la NSA teje una red global de espionaje, a menudo en colaboración con empresas privadas como Google, Apple y Microsoft. Mediante programas como PRISM y XKeyscore, la NSA ha establecido un ecosistema de espionaje digital donde la línea entre la vigilancia nacional e internacional es cada vez más difusa. Por lo tanto, la agencia tiene la capacidad de influir no solo en las políticas nacionales de los países, sino también de manipular acontecimientos geopolíticos, exponiendo información sensible o cubriendo sus huellas.
La Unidad 8200, una de las divisiones del ejército israelí, también se ha consolidado como un actor clave en este campo. Su papel, tanto en ciberseguridad como en operaciones de inteligencia electrónica, es de importancia estratégica para Israel. La Unidad 8200 se especializa en ciberataques ofensivos y vigilancia de las comunicaciones. Ha desempeñado un papel clave en operaciones contra infraestructuras críticas en Irán, incluyendo el sabotaje de su programa nuclear mediante sofisticados ciberataques como Stuxnet y la explosión de buscapersonas. Además, Israel ha utilizado la guerra digital para influir en las relaciones internacionales, realizando ciberataques contra enemigos y desestabilizando regímenes mediante la manipulación de la información, la saturación de las redes sociales y la censura extrema de los comentarios beligerantes contra su sangrienta colonización. Esta capacidad para combinar ciberataques y guerra de información coloca a Israel en el centro del arsenal digital de las grandes potencias.
Sin embargo, la militarización de internet por parte de estas fuerzas no solo defiende intereses geopolíticos, sino que también simboliza el último recurso de Occidente para mantener su hegemonía en un mundo donde las reglas de la guerra están cada vez más desconectadas de cualquier forma de racionalidad y justicia. Al hacerlo, Occidente, cuya decadencia parece no tener límites, se encierra en un modelo de gobernanza basado en la acumulación de poder y control, incluso si ello implica sacrificar su ética y su pensamiento crítico.
Junto con esta militarización, internet también se está convirtiendo en un instrumento para la estupidez sistemática de las masas. Este fenómeno, particularmente evidente en las redes sociales, no es solo una cuestión de adicción o distracción, sino una estrategia de control social basada en reducir a los individuos a meros consumidores de información, susceptibles de manipulación a voluntad. Si Occidente, antaño bastión de la Ilustración y el pensamiento crítico, se está convirtiendo en un terreno donde la opinión pública es moldeada por bots y algoritmos, es sobre todo señal de un profundo colapso intelectual y moral.
Gigantes tecnológicos como Facebook, Google y Twitter/X ya no se conforman con recopilar datos personales, sino que contribuyen activamente a esta degradación cognitiva al controlar cómo pensamos y actuamos. Sus algoritmos están diseñados para captar y mantener nuestra atención mediante contenido cargado de emociones y, a menudo, polarizador, creando una especie de "burbuja de filtro" donde la opinión individual se reduce a un eco de sus propios sesgos. El aprendizaje automático (e-learning), que analiza nuestras preferencias, hábitos, miedos y deseos, sirve no solo para anticipar nuestro comportamiento como consumidores, sino también para influir en él de forma más o menos sutil.
Pero aún más grave, la aparición de bots y agentes virtuales en las plataformas sociales ha permitido la propagación a escala industrial de desinformación, noticias falsas y narrativas simplistas. Este proceso transforma la reflexión humana en una forma de consumo intelectual donde los individuos se reducen a meros receptores pasivos. Los debates públicos no son más que una maraña de mensajes distorsionados por bots que amplifican la polarización, manteniendo así un estado de confusión permanente que alimenta la estupidez colectiva.
En este contexto, internet ya no es solo una herramienta de distracción o control, sino una máquina de insensibilización cerebral. La democracia occidental, supuestamente el crisol de la discusión racional y el debate de ideas, se ve ahora sumergida por una ola de ruido digital que sofoca el pensamiento crítico y devalúa la inteligencia humana. La influencia de los bots y los algoritmos de recomendación demuestra claramente que nos encontramos en una era donde la tecnología, lejos de liberar a los individuos, los transforma en meros ejecutores de una tecnoestructura que controla su comportamiento y opiniones.
La desilusión digital surgió sutilmente. Primero, con una publicidad más dirigida y personalizada. Luego, con sugerencias de películas o libros que parecían conocer nuestros gustos mejor que nosotros mismos. Pero hoy en día, no solo se recopilan nuestras preferencias. Nuestras interacciones en línea, nuestras búsquedas, nuestros movimientos, nuestras conversaciones... todo se observa, analiza y luego se explota. La pregunta ya no es si se recopilan nuestros datos, sino cómo se utilizan en nuestra contra. Esta realidad, aunque cada vez más evidente, sigue siendo en gran medida ignorada, envuelta en un velo de ilusión sobre la "libertad digital".
Más allá de los problemas técnicos, este fenómeno de militarización y cretinización digital forma parte de un declive civilizatorio más profundo. No se trata solo de una evolución tecnológica, sino de una evolución moral e intelectual de Occidente, donde la búsqueda de poder y control lo ha llevado a abandonar los principios fundamentales de libertad, razón y responsabilidad. Al intentar imponer un modelo de dominación digital basado en la vigilancia y la explotación de las masas, Occidente parece, por lo tanto, estar condenado a la autodestrucción.
Esta decadencia es aún más flagrante a medida que las tecnologías que deberían haber fomentado la emancipación individual se convierten en herramientas de deshumanización. La guerra digital, la vigilancia total y la influencia de la inteligencia artificial en nuestro comportamiento son síntomas de una civilización que busca enemigos en todas partes, incluso si eso significa sacrificar su alma para preservar un orden globalizado basado en el miedo y la manipulación. A través de esta dinámica, Occidente revela su profunda crisis de sentido, su impotencia ante la complejidad del mundo y su tendencia a reducir a los individuos a actores pasivos en un gran juego de poder tecnológico. Así, la cretinización digital de Internet nos está dejando gradualmente en un campo de ruinas intelectuales bajo el dominio tecnológico.
De hecho, lo que se suponía sería una nueva era del conocimiento se ha convertido en un parque de atracciones algorítmico donde la ignorancia se exhibe con orgullo, donde la vigilancia se esconde tras interfaces intuitivas y donde el pensamiento se borra bajo el peso del clic. Internet es hoy un campo minado cognitivo, un territorio ocupado y militarizado, donde la guerra ya no se libra con armas, sino con datos, narrativas sesgadas e interfaces adictivas. Tras el barniz de la modernidad digital, se está produciendo una vasta lobotomía a cielo abierto. Estados, multinacionales y sus ingenieros de la alienación han transformado esta red en un sofisticado panóptico, donde cada gesto, cada opinión, cada palabra es escrutada, canalizada y, sobre todo, monetizada.
Es importante tener en cuenta que los orígenes de Internet son todo menos neutrales. No nació en una universidad utópica, sino en los laboratorios militares de DARPA, el brazo armado del Pentágono. El ADN de la red es, por lo tanto, un arma, y su mutación lógica la ha llevado a una militarización total. Desde el proyecto ARPANET hasta la Unidad 8200 de Israel, pasando por Milnet, Stuxnet y NotPetya, cada evolución de la red ha acentuado su naturaleza beligerante y su función estratégica. Ya no es una red abierta, virtual y descentralizada, sino un verdadero campo de operaciones para ciberbatallas invisibles.
Los ejércitos digitales están reemplazando a los batallones, los virus a los misiles. Y mientras el público general consume selfies, memes y "me gusta", poderes invisibles redibujan los mapas geopolíticos mediante líneas de código. Las guerras contemporáneas ya no matan directamente, sino que debilitan, desorientan y destruyen silenciosamente. El ciberespacio se ha convertido en un teatro de operaciones global, cuyos objetivos ahora son la desestabilización, la manipulación de la opinión pública, la influencia electoral y la creación de divisiones sociales, todo ello sin que la mayoría sea consciente de ello. Todo se desarrolla en segundo plano, invisible para el ciudadano medio, que solo ve en sus interacciones digitales la búsqueda de la simplicidad, la comodidad y la eficiencia.
Pero la guerra digital no solo tiene un frente militar; también tiene uno mental. Pues la cretinización de internet es la estrategia de dominación más eficaz jamás concebida. Sun Tzu enfatizó la importancia de la astucia en la estrategia militar, en particular al aconsejar «fingir debilidad para incitar al enemigo a la arrogancia», porque «todo el arte de la guerra se basa en el engaño ». Donde el pensamiento crítico podía surgir, se ha inyectado insignificancia en grandes dosis. Las plataformas sociales, diseñadas como herramientas de liberación, se han convertido en escenarios de condicionamiento emocional. La inteligencia artificial, disfrazada de aliada de la productividad, es el arma de las mentiras optimizadas, del contenido pre-masticado y del debate evacuado.
Los bots reemplazan a los ciudadanos, los algoritmos dictan la visibilidad. El conocimiento ya no es una búsqueda, sino una sugerencia patrocinada. Los artículos se ven inundados de comentarios automatizados, pavlovianos e incultos, cuyo único propósito es ahogar el pensamiento en un océano de ruido. Los autores ya no son pensadores, sino generadores de contenido formateado, calibrados para avivar la histeria colectiva o provocar controversia instantánea. Estas interacciones virtuales, a menudo carentes de significado profundo, están calibradas para captar nuestra atención y generar reacciones superficiales, completamente desconectadas de las realidades complejas y matizadas que deberían motivar la reflexión.
Internet, como espacio digital abierto y democrático, se ha transformado en una máquina de reducción cognitiva. Plataformas como Facebook, Instagram, TikTok y otras se han convertido en máquinas para reducir el intelecto humano, impulsando un consumo incesante de contenido diseñado para provocar reacciones, no reflexiones. El sistema, diseñado para maximizar la interacción a toda costa, favorece el contenido más emocional, simplista y polarizador. La cultura de la inmediatez y la gratificación instantánea mata la reflexión a largo plazo y el análisis crítico. Hemos entrado en la era de la tecnolatría y la idiotez programada.
Los geeks modernos, hijos benditos del capitalismo digital, sueñan con construir un mundo nuevo. Pero son meros ejecutores, entusiastas auxiliares de un sistema que escapa a su control. Elogian el código, veneran los algoritmos y predican la solución técnica como si esta pudiera redimir a la humanidad de su mediocridad. Son los nuevos devotos de la religión digital, que reemplazan al viejo clero con líneas de comando y los dogmas con líneas de código.
Creen codificar la libertad, pero construyen cárceles transparentes. Se autodenominan revolucionarios, pero solo perfeccionan las cadenas. Su ideal utópico se basa en una creencia ingenua en la tecnología, una fe ciega que ignora las profundas consecuencias de la dominación digital. Imponen un mundo de control total, donde cada movimiento, cada pensamiento, cada deseo es registrado, clasificado y explotado, todo en nombre de la eficiencia y la "libertad digital". Hemos pasado del trotskismo al tecnocretinismo. De la insurrección ideológica, hemos caído en un conformismo aséptico, donde se supone que la tecnología resuelve todos los males sin cuestionar jamás las estructuras de poder. La paradoja es que mientras luchábamos contra las élites, hoy las servimos ciegamente, dándoles las llaves de nuestras vidas bajo la apariencia de progreso.
Ciertamente, el paralelismo histórico es brutal, pero inevitablemente claro. Los geeks modernos, estos predicadores del ciberedenismo, se revelan como herederos de una ideología tecnólatra tan ciega y doctrinaria como la de los trotskistas de antaño. Comparten el mismo fervor religioso por su utopía digital, la misma certeza dogmática de que la solución técnica es la respuesta a todos los males de la humanidad, sin preocuparse jamás por los inevitables excesos y consecuencias de sus sueños abstractos. No ven que tras cada promesa de libertad digital se esconde un sofisticado sistema de control, una alienación sutilmente orquestada.
Donde los marxistas prometieron la emancipación mediante la dictadura del proletariado —que nunca fue más que una ilusión de liberación para establecer una nueva forma de autoridad— nuestros tecnófilos actuales despliegan una promesa aún más insidiosa de "libertad" mediante la dictadura de los datos. Pero esta supuesta libertad, como una mercancía bien empaquetada, esconde una servidumbre aún más pérfida. Porque, en realidad, esta dictadura de los datos no es más que una esclavitud digital, donde el individuo, bajo la apariencia de libertad individual, se convierte en un producto a optimizar y controlar. Es una esclavitud perfectamente calibrada, invisible a simple vista pero omnipresente, que monitorea, analiza y condiciona cada movimiento de pensamiento y acción.
Estos nuevos "socialistas", restos decrépitos de un trotskismo mal digerido, se aferran a dogmas marchitos con la obstinación de mentes incapaces de ver que el mundo se ha derrumbado sin ellos. Congelados en una dialéctica polvorienta, hablan monótonamente de los mantras de una revolución fantasmal, repasando consignas anticuadas sobre la lucha de clases, como si las fábricas humeantes y las barricadas de 1917 estuvieran a punto de resurgir en un mundo ahora digitalizado, algorítmico, disuelto en la red del capitalismo tecnológico. Enclaustrados en sus certezas, divagan sobre la promesa de un proletariado salvador, aunque la dominación actual ya no reside en las fábricas, sino en los servidores, los datos y los flujos invisibles que moldean nuestras vidas mediante la segmentación por comportamiento y la inteligencia artificial. Son ciegos orgullosos de su ceguera, oradores de una guerra ya perdida, incapaces de reconocer que el poder ha cambiado de rostro porque ya no lleva gorra ni cigarro, se viste de código fuente y habla en lenguaje binario. Al perpetuar sus discursos fosilizados, no luchan contra el sistema, sino que lo sirven. Peor que reaccionarios, son fantasmas militantes de una época pasada, transformados a su pesar en marionetas útiles de un orden digital que los aplasta mientras les hace creer que se resisten.
Al igual que sus predecesores trotskistas, los geeks modernos sienten un desprecio consciente por la realidad. Su visión no es más que un desierto de ideas donde la abstracción tecnológica y la obsesión por la eficiencia priman sobre cualquier reflexión ética o humana. En lugar de los eslóganes revolucionarios del pasado, nos ofrecen "paneles de control" llenos de "notificaciones" que nos mantienen en una pasividad activa, una inercia intelectual que se disfraza de actividad digital. En definitiva, no es libertad lo que buscan ofrecer, sino la reducción total y definitiva del individuo a su simple función de consumidor, un engranaje más de una máquina gigantesca, donde cada acción se calcula, se mide y se explota para aumentar la eficiencia del sistema.
El "tecnolatrismo" no es más que una forma moderna de totalitarismo, aún más insidioso porque se disfraza de virtudes progresistas y una pseudoética que oculta sus intereses económicos y políticos. Tras las pantallas luminosas, la promesa de "conectar el mundo" y "liberar a las masas" solo enmascara el control absoluto sobre cada faceta de la existencia humana. Ya no es un proletariado al que buscan esclavizar, sino a toda una humanidad, fragmentada, digitalizada y encerrada en prisiones invisibles pero herméticas, donde cada gesto y cada pensamiento está calculado para maximizar el compromiso y la rentabilidad.
Así, así como las revoluciones de antaño no lograron traer la libertad, este nuevo sueño tecnológico solo nos hunde en un desastre digital donde la ilusión de libertad y democracia ahora solo enmascara la perfecta esclavitud de la mente humana. La pregunta no es si seremos libres, sino quién nos gobierna en esta era donde los datos son la nueva arma de control. El resultado es el mismo con la estandarización, la vigilancia y el pensamiento unidireccional sobre esteroides tecnológicos. Las masas ya no se dejan engañar por manifiestos, pues están hipnotizadas por las interfaces. La ideología simplemente se ha refinado al dejar de ofrecer eslóganes, hoces y martillos. Solo "paneles de control", notificaciones y "empujoncitos cognitivos". El totalitarismo ha cambiado de piel, pero no de naturaleza. Así, como en los viejos tiempos comunistas, lo que queda es la ilusión de la elección y la realidad del control.
El mayor logro de esta nueva forma de dominación es haber camuflado la sumisión en comodidad, la manipulación en servicio, la alienación en una experiencia personalizada. El ciudadano se convierte en consumidor, luego en cliente, luego en producto, luego en dato. Ya no opina, pues tiene preferencias predecibles. Ya no lee, sino que navega. Ya no piensa, sino que reacciona. Mientras tanto, potencias digitales como Google, Meta, Amazon, Palantir y similares moldean el mundo según sus intereses. No conquistan territorio, sino atención. Atacan los recursos naturales tanto como los cerebros. Estas empresas controlan el acceso a la información y crean espacios donde la ilusión de libertad digital enmascara la realidad del control absoluto.
Los gigantes digitales no son los únicos responsables de la vigilancia global. Los gobiernos, mediante leyes y regulaciones como la Ley Patriot en Estados Unidos y el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) en Europa, han legitimado, e incluso amplificado, esta recopilación de datos a gran escala. Por un lado, la Ley Patriot otorgó al gobierno estadounidense amplios poderes para monitorear a ciudadanos y extranjeros, permitiendo el espionaje electrónico y la recopilación de datos sin orden judicial. Por otro lado, el RGPD, si bien su objetivo es proteger los datos personales de los ciudadanos europeos, sigue siendo insuficiente ante la creciente sofisticación de las tecnologías de vigilancia utilizadas por empresas y gobiernos.
El fenómeno del Internet de las Cosas (IdC), que conecta todos los aspectos de nuestra vida cotidiana a internet, exacerba aún más esta vigilancia. Objetos aparentemente inofensivos, como refrigeradores, relojes e incluso automóviles, todos conectados, ahora son capaces de recopilar y enviar datos personales. Este fenómeno transforma nuestros espacios privados en verdaderos centros de recopilación de información, haciendo que toda nuestra vida sea vulnerable a la vigilancia continua. Cada gesto cotidiano se convierte en datos que las empresas explotan, ya sea para anticipar nuestro comportamiento o para fortalecer su control sobre nuestras vidas.
La pregunta central ya no es si nos vigilan, sino hasta dónde puede llegar esta vigilancia. La globalización de la vigilancia, posibilitada por la convergencia entre actores privados y estatales, plantea un desafío sin precedentes para las sociedades modernas: ¿cómo podemos proteger nuestras libertades ante un sistema donde la privacidad se ha convertido en un recurso, una mercancía y un arma en la guerra digital?
La militarización de internet y la cretinización de las masas mediante algoritmos son solo dos caras de la misma moneda de una civilización en decadencia, que busca mantener su poder por todos los medios, incluida la manipulación tecnológica. Este sistema, lejos de ser progreso, se convierte en una trampa que condena a la sumisión intelectual y al estupor colectivo. Occidente, al implementar tal arquitectura de control digital, demuestra hasta qué punto ha perdido su capacidad de pensar y reinventarse, prefiriendo la ilusión del poder al ejercicio de la libertad.
Los poderes estatales y los gigantes tecnológicos son los nuevos soberanos de este territorio virtual, cada uno buscando mantener su control sobre la información, los datos y las vidas humanas. El control masivo, mediante la vigilancia de la información, la ingeniería del comportamiento y las operaciones cibernéticas, es ya una realidad. Vivimos en un mundo donde la tecnología, lejos de liberar a la humanidad, contribuye a su decadencia como individuos autónomos y críticos. Y Occidente parece ser prisionero de su propia creación, buscando mantener su poder mediante el control totalitario de la información, en una era donde la verdad se ha convertido en la primera víctima de la guerra digital.
Phil BROQ.