En este mundo donde la red de control tecnológico se extiende por todas partes, cada rincón del planeta parece estar bajo vigilancia, cada individuo es investigado, cada transacción observada. Los estados, que se han convertido en actores de la tiranía globalizada, parecen fusionarse en una burocracia despiadada, dirigiendo un mercado sin fin hacia la esclavitud. La Unión Europea, presentada como un bastión democrático, no es más que un espejo deformado de esta realidad omnipresente basada en una tecnocracia invisible, pero bien real. La moneda digital, lejos de ser un simple medio de intercambio, se convierte en la punta de lanza de esta dominación insidiosa. El pasaporte, que antes era un instrumento de libertad, se convierte en una prisión digital, una barrera invisible entre nosotros y el mundo exterior. Entonces, ¿dónde buscar refugio? Huir a otro lugar ya no es una solución. La trampa global está ahora tendida, con cada territorio conectado por esta red de datos y algoritmos, transformando el mundo en un espacio sin escapatoria. La verdadera cuestión es, entonces, ¿huir o resistir al origen mismo de esta dominación?
Se trata de una cuestión que se impone cada vez más al alma desilusionada de un pueblo atrapado entre la corrupción tiránica de sus dirigentes y la cobardía ciega, si no la negación total de la mayoría de su propio pueblo de ver implantarse la dictadura tecnocrática. Frente a este país convertido en una prisión al aire libre, un hospital psiquiátrico donde son los locos y los psicópatas que reinan, donde las verdaderas cadenas ya no son visibles pero más presentes que nunca, se plantea el doloroso interrogante de saber si hay que abandonar este terreno de degradación moral y pronto física (con la pauperización y una medicina asesina), o, por el contrario, Empeñarse en despertar a ese monstruo sin alma que se ha convertido en un pueblo demasiado tiempo anestesiado por la comodidad material, el egoísmo y el egocentrismo?
Huir, ciertamente, parece la solución más obvia, la más prudente, pero también la más cobarde. El pueblo, sentado sobre un trono de cenizas, paralizado por años de sumisión e inercia, se ha acostumbrado a la vergüenza. Sus dirigentes, parásitos que se revuelcan en el lujo y la impunidad, alimentan una corrupción tan profunda que ahora resulta ser sistémica. Estos verdugos de la democracia, protegidos por un ejército de gendarmes transformados en mercenarios a su servicio, ya no conocen freno ni conciencia. Entonces, en este contexto, es legítimo, para cualquier mente sana, preguntarse ¿por qué permanecer en este pantano nauseabundo que nos va a tragar? ¿Por qué no huir a otro lugar más sano, más puro, más digno y dejar a los imbéciles ineptos, que ya nada conmueve, suicidarse viendo sus series de televisión, desparramados en sus sofás?
Entonces, huir, sí, ¿pero hacia dónde? En un mundo donde la red del control tecnológico se teje cada día más en cada rincón del planeta, donde cada movimiento, cada transacción, cada pensamiento o "post" en las redes sociales delatoras es escrutado, donde los Estados, convertidos en entidades globalizadas, se fusionan bajo la égida de una burocracia despiadada y un mercado mundial en constante expansión, ¿dónde ir?
La Unión Europea, con su sistema supuestamente democrático, no es más que una de las múltiples caras de esta tecnocracia omnipresente y tiránica. Un monstruo de mil cabezas que, bajo los falsos pretextos de prosperidad y libertad que nunca trajo, impone una sumisión tanto más eficaz cuanto es invisible, inmaterial y suave. Ha venido proponiendo la paz pero no deja de hacer la guerra a los pueblos, ha propuesto la prosperidad y cada uno de los residentes está arruinado, ha declarado la libre circulación, pero ha impuesto más controles y vigilancia que ningún otro régimen autoritario antes. Además, ningún agente de este sistema carcelario, ninguna mano pequeña, ningún actor de esta obra macabra está al alcance de la mano, ningún tecnócrata es punible o arrestable, ya que todos forman parte de una cadena de funcionarios anónimos y sin embargo todos son asesinos. Como el conductor del tren a Auschwitz o el guardia de las torres de vigilancia, solo siguen las órdenes... ¡Y nadie se siente responsable de este "todo", que solo termina con la muerte!
La moneda digital, que podría haber sido una simple herramienta de conveniencia, se transforma en sus manos en una trampa perfecta. Una herramienta de la esclavitud moderna al igual que el teléfono inteligente que permite que este sistema exista. Ya no es el hombre quien controla su vida, sino algoritmos sujetos a los poderes financieros. El pasaporte, la llave que permitía viajar por todo el planeta, se ha convertido en una prisión digital, una carga invisible que nos encierra en un mundo sin fronteras reales, pero donde cada movimiento está trazado por líneas invisibles de control. Donde Cada fugado del sistema ya no tiene la oportunidad de desaparecer, de esconderse de esta gangrena, de escapar del yugo de su dictado dondequiera que esté.
Y luego huir, sí, pero ¿hacia qué? ¿Hacia qué Eldorado? ¿Huir a otro país, a otro continente? Cada territorio, cada rincón del planeta está ahora conectado por esta red tecnológica que une a los Estados y las multinacionales en una danza macabra, en un suicidio impuesto tanto moral como físico. Partir en busca de una libertad ilusoria no haría más que trasladar el problema a otra latitud, y dentro de unos pocos años las mismas cadenas invisibles estarían tejidas alrededor nuestro, aún más sólidas e indestructibles, forjadas por los errores pasados. Esos errores que los pueblos se niegan a estudiar y se complacen en repetir cada siglo que avanza. Los tiranos no olvidan y se preparan, recuerdan y nos encierran en sus delirios una y otra vez.
Los países llamados "soberanos" no lo son realmente, atrapados en esta red interconectada y globalizada de chantaje y corrupción. Las soberanías nacionales no son más que una fachada decrépita, una cortina de humo política, tras la cual se esconde una gobernanza supranacional cada vez más unificada y centralizada. Gobernanza que solo existe por culpa de los pueblos que no han sabido reinventarse, hacerse cargo de sí mismos, ser soberanos hasta en su primera intimidad y proponer una gestión del país lógica donde los individuos serían los amos y los políticos los sirvientes.
Huir, pero ¿hasta cuándo? Puesto que en este mundo globalizado, tecno vigilado, digitalizado, algorítmico, la verdadera fuga ya no existe. Pero en este momento, tal vez ya sea demasiado tarde para una verdadera fuga. El sistema ya está en todas partes, y en cada decisión diaria, cada intercambio, cada movimiento, nos controla, nos moldea, nos reduce a marionetas. Y luego, ¿huir a qué precio? ¿Renegar de sus raíces, de sus antepasados, de su humanidad, de su propia voluntad de sobrevivir
Además, ¿A dónde podríamos ir? ¿En los confines de la Tierra, en un desierto remoto o en una montaña perdida? Parece no ser más que una huida, una ermita tan esclerótica como la vida anterior, un exilio temporal. Pero ¿no es el exilio también una forma de derrota, un escape de la realidad, otro acto de cobardía que sólo retrasa temporalmente lo inevitable? ¿Qué pasaría si, después de la reflexión, la cuestión no fuera huir del sistema para vivir en paz y con salud, sino vivir sin aceptar ese sistema? ¿Nos atrevemos a mirarnos a nosotros mismos, a levantarnos en cada momento contra esta infamia, a luchar y nunca rendirnos ante estos perros rabiosos? Porque, en última instancia, huir en este mundo interconectado significa huir en círculo, encerrado en un laberinto cuyas paredes están hechas de datos y algoritmos. Y sí, huir ya no es posible, sus peones están muy avanzados y este mundo está bloqueado.
¿Entonces, la salvación de la humanidad, como de cada uno de nosotros, se encuentra en la evasión física o más bien en la resistencia a la fuente, donde la dominación se teje y despliega? La verdadera lucha, de la vida aquí abajo, ¿no es realmente recuperar el control de nuestras propias vidas frente a este sistema omnipresente, opresivo e invisible? Sin embargo, ¿cómo reaccionar frente a una sociedad que se ha convertido ella misma en cómplice de este sistema cuyo desenlace suicida ya se conoce? En realidad, la única verdadera fuga posible sería la de un despertar colectivo y radical, una rebelión del espíritu, una resistencia consciente frente a lo implacable. El mundo es ahora un gran juego de espejos, una ilusión en la que cada intento de escapar parece tan ilusorio como la libertad prometida por el propio sistema.
Pero, en el fondo, ¿es realmente un acto de salvación huir o una simple abdicación? Huir no es solo escapar del horror de un país, es también, y sobre todo, evadir su propia responsabilidad. ¿Qué decir de este pueblo que abandona su tierra, que se deja aplastar por el terror y la codicia de los que lo dominan? No es un acto de valentía, sino una renuncia al honor, un revoco del alma. Huir es consentir la derrota, la humillación de un pueblo que prefiere someterse a la barbarie antes que enfrentarse a ella.
Ciertamente, el pueblo, en gran parte, no tiene ni las herramientas, ni la voluntad, ni la conciencia para levantarse contra un enemigo que ni siquiera comprende plenamente. Se ha convertido en una masa anestesiada, dependiente, ciega a su propia alienación. La rebelión no podrá nacer sino en una toma de conciencia colectiva radical, pero ¿cómo despertar conciencias cuando la mayoría de los hombres están ya sumergidos en el torpor de la pasividad, confortados en su ignorancia, o, peor aún, en su aceptación de este sistema como inevitable? Quizás la solución está en crear espacios de resistencia, no en tierras salvajes sino en nichos aún preservados de la influencia total del sistema, comunidades resilientes que se niegan a aceptar este control tecnológico como una fatalidad. Estos nichos están en todas partes, ¡exactamente donde estás ahora!
Así que si la fuga está excluida, tenemos que luchar... ¿Es una alternativa razonable, o simplemente un suicidio ideológico en un mundo donde la lucha parece tan desigual como inútil? Porque, sí, luchar sería noble si la voluntad de rebelión fuera compartida por todos. Pero la historia nos muestra que en estos momentos de oscuridad, las masas permanecen esclerosadas, congeladas en su resignación, llenas de miedo, comodidad y conformismo. Los resistentes nunca han sido más que un puñado. El individuo solo, aunque sea tan audaz y decidido como un león, nunca tendrá la fuerza para derrocar a la bestia sin la participación de todo el pueblo. Y este pueblo, demasiado ocupado alimentándose de sus ilusiones y de sus pequeños privilegios, ¿merece ser salvado? Aquel de quien se sabe que nunca tendrá el valor de levantarse, nunca la audacia de rebelarse, ni siquiera la idea de decir "¡basta!". Adoctrinado por la idea de que la milicia, tan descerebrada como sobrearmada, a las órdenes de los tiranos como siempre, podría aplastar las pequeñas revueltas como mosquitos.
Cuando el pueblo está podrido hasta la médula, resignado y sometido más allá de lo aceptable, la rebelión no es más que un grito ahogado, una luz en un abismo sin fin. Entonces, tal vez sea necesario huir, no por cobardía, sino por un sentido del deber de preservar su humanidad, lejos de la mancha de un país que se ha vuelto demasiado enfermo para ser salvado. ¡Pero cualquiera que sea el momento, el lugar o la razón de la fuga, este sistema, si no es contrarrestado, tarde o temprano acabará por alcanzarte y aplastarte!
Pero, ¿qué haría este sistema si el pueblo atacara primero? ¿Si los cuarteles de la gendarmería ardieran de noche, como los coches de los elegidos? Si las comisarías o los acantonamientos se derrumbaran bajo los tractores y los montones de estiércol, ¿si las prefecturas fueran asaltadas por una masa unificada y determinada? ¿Y si esto sucediera de forma simultánea y en todo el territorio? ¿Si las torres 5G, que permiten la vigilancia y el envío de datos se queman al mismo tiempo que las cámaras de vigilancia... como en Inglaterra?
Ante semejante panorama, la cuestión del combate se hace más compleja y también más relevante. Ciertamente, una confrontación violenta y frontal parece claramente condenada al fracaso; Una rebelión en las calles, con la gente reunida y atrapada, sería aplastada antes de que tuviera la oportunidad de florecer. Desde los chalecos amarillos hasta los agricultores, todos ya han pagado el precio. Pero si un pueblo en los cuatro rincones del país atacara los símbolos y las estructuras que dan a los tiranos su poder ilusorio, es decir su milicia, ¿no habría posibilidad de derrocar esta dictadura? Las formas tradicionales de lucha, ya sean armadas u organizadas en manifestaciones masivas, son virtualmente inaplicables en un mundo donde el arsenal de represión es tan vasto como el poder del control digital. No basta rebelarse, gritar en la calle, llamar a la insurrección.
Hoy en día, la lucha contra los tiranos ya no se libra con armas ni barricadas, sino con inteligencia, astucia y la capacidad de desorientar al sistema que nos vigila y manipula. Con el deseo de saturarlo con número y velocidad de acciones, con movimientos bruscos y descentralización orquestada. Encender un fuego aquí, cerrar una prefectura allá, bloquear las entradas de una comisaría con toneladas de estiércol, esperar a que los CRS estén en maniobras para saquear los cuarteles, rodear a las gendarmerías... ¡en todas partes, todo el tiempo! Actúa y desaparece. Frente a la guerra de los tiranos, sólo la guerra de guerrillas del pueblo podía funcionar...
Porque luchar en un contexto así, donde la vigilancia es omnipresente, donde los instrumentos de control son tan sofisticados como las tecnologías que los sustentan, puede parecer una tarea insuperable para una masa, pero muy fácil para grupos dispersos y móviles. Cámaras, drones, teléfonos inteligentes —todos estos instrumentos de erradicación de la privacidad— parecen reducir cualquier forma de resistencia a una ilusión. Pero todo lo que necesita es un corte de energía para quedar obsoleto. Allí donde el ciudadano se convierte en dato en una red global, rastreado, registrado, categorizado, sin electricidad, ¡desaparece!
Las armas, símbolos de autodefensa y resistencia, antes fueron arrebatadas al pueblo, confiscadas con el pretexto de la seguridad (seguridad de los tiranos, pero no la del pueblo) mientras los delincuentes, con total impunidad, siguen viviendo en un universo paralelo, donde la ley no es más que una farsa. La policía, es un hecho comprobado, ya no es protectora, sino milicia, y los magistrados, corruptos hasta la médula, ya no tienen vocación de defender la justicia, pues el imperio del derecho no existe en una tiranía, sino de mantener una apariencia de orden mediante la coerción abyecta al servicio de los poderosos.
Sólo una forma de resistencia, pero también de clara subversión, podría residir en el arte de la invisibilidad, la movilidad y el camuflaje. En un mundo de hipervigilancia, las acciones más visibles son las primeras en ser aplastadas, por lo que es en las sombras donde se desarrolla la verdadera lucha. El "hacktivismo", por ejemplo, ofrece una respuesta poderosa a estas tecnologías en última instancia frágiles. Las tecnologías que garantizan la vigilancia también pueden volverse contra quienes las utilizan para esclavizarnos. Imagínense si utilizáramos el control para monitorear las cuentas bancarias de los funcionarios electos, para capturar imágenes de vigilancia que muestren sus fechorías y publicarlas en plataformas. Interrumpir, desestabilizar, hackear los sistemas de vigilancia, manipular datos y utilizar armas digitales para revertir el equilibrio de poder bien podría ser una de las formas efectivas de lucha.
Allí donde el sistema nos obliga a ser visibles, debemos saber hacernos invisibles. Nos obligaron a usar máscaras para amordazarnos. Así que usémoslas para camuflarnos, disfrazarnos, desaparecer de sus pantallas. La verdadera lucha no radica sólo en el enfrentamiento físico, sino sobre todo en la desorientación del poder. Interrumpir las comunicaciones, sembrar confusión entre las fuerzas del orden, interceptar sus mensajes, proteger la identidad de quienes se resisten, utilizar la tecnología contra sí misma, actuar en todas partes a la vez y al mismo tiempo. El ciberespacio se está convirtiendo en un campo de batalla privilegiado, un terreno donde los tiranos, a pesar de toda su vigilancia y dominación, son en última instancia vulnerables. Si se explota un «nodo digital», se libera una región entera. ¡Evitar reparaciones saboteando también a las empresas que instalan estos sistemas!
Al sabotear la electricidad del centro de datos, estamos atacando directamente el alma del sistema de vigilancia moderno. Estos centros, verdaderos cerebros de la vigilancia global, albergan los datos que permiten seguir a cada individuo, monitorear cada gesto, cada palabra, cada movimiento. Sin electricidad, estas máquinas se apagan, y con ellas, toda la capacidad de almacenamiento y procesamiento de información. Las cámaras de vigilancia, los servidores que alimentan el armamento digital del Estado, se vuelven inútiles, privadas de su combustible esencial. De la misma manera, al cortar las antenas 5G, esa red invisible que conecta nuestros teléfonos y nuestros objetos conectados, estamos cegando esos ojos digitales que constantemente escudriñan cada una de nuestras acciones. Los flujos de datos que circulan por estas redes se interrumpen, impidiendo cualquier seguimiento en tiempo real. Finalmente, sin los teléfonos inteligentes, esa herramienta de rastreo portátil, cada individuo se vuelve nuevamente imposible de rastrear. Este simple objeto, que se ha convertido en una extensión de nuestro propio cuerpo, es la clave de nuestra sumisión. Al liberarnos de ella, recuperamos el control sobre nuestro anonimato, recuperamos nuestra libertad de movimiento y de acción y volvemos a ser invisibles a los ojos del sistema. Mediante estas acciones específicas y decididas, podemos hacer que el control tecnológico sea tan frágil como un castillo de naipes.
Además, si bien los cuerpos están vigilados, las mentes aún no lo están del todo. El poder de las ideas es más poderoso de lo que pensamos. Los tiranos saben que cuando controlan el pensamiento, controlan todo. Por eso la lucha por liberar el pensamiento debe estar en el corazón de la resistencia. Éste es el objetivo de los denunciantes, los canales alternativos y los escritores disidentes. No se trata sólo de criticar al sistema, sino también de proponer una alternativa, de despertar conciencias allí donde han sido anestesiadas por décadas de comodidad, propaganda y sumisión.
La educación, la cultura, la difusión de la verdad, son ámbitos en los que los tiranos son más vulnerables. Del mismo modo que un virus se introduce en un sistema informático, las ideas subversivas, difundidas discretamente, echan raíces en las mentes de los ciudadanos. La resistencia debe encarnar esta inversión, no a través de la acción violenta, sino a través del pensamiento, a través de la ampliación del campo de posibilidades, a través del cuestionamiento de todo lo que parece inmutable, a través de la motivación de los que dudan, pero también del abandono de los que siempre niegan.
La mejor forma de lucha esencial hoy es la desobediencia civil, que florece en acciones subversivas, en la negativa a someterse, en el coraje de decir no pero de manera no violenta. Huelgas, boicots, actos simbólicos, destrucciones rápidas y selectivas sin víctimas y, sobre todo, desobediencia generalizada que perturban el sistema sin proporcionarle un pretexto para justificar su violencia. En un mundo donde las armas escasean y la represión es violenta, cada acto de resistencia, por pacífico que sea, altera el frágil equilibrio de poder. Cada sabotaje a la infraestructura puede tener un impacto increíble. Al negarse a cumplir leyes injustas, al negarse a aceptar los dictados impuestos por la tecnocracia, al cortar la energía a las cámaras y destruir los cables de los centros de datos, la resistencia seguramente ganará terreno. Además, resaltan el engaño del régimen, su espejismo eléctrico, y ofrecen a quienes se resignan a él una nueva visión del mundo, sin la comodidad del televisor, el teléfono inteligente o Internet.
En última instancia, aunque la mayoría parece apática, dividida y poco dispuesta a luchar, una de las palancas esenciales de la lucha reside en la unidad y la solidaridad de los disidentes. En el movimiento y multiplicación de pequeñas acciones. No se trata de derribar todo el sistema de una vez, sino de favorecer el surgimiento de pequeñas células de resistencia, pequeñas comunidades que rechacen este control, que se apoyen entre sí y que trabajen juntas, pero cada una en su sitio. El pueblo, a pesar de sus debilidades, no es una masa homogénea. Hay individuos, colectivos, voces que, en silencio, están preparando la revolución que puede venir y actuarán también cuando el momento sea más oportuno.
Así, el idealismo de la rebelión se derrumba ante la brutalidad de la realidad. La lucha por la libertad y la justicia se convierte en una causa perdida, una lucha desesperada contra molinos de viento apuntalados por una máquina bien engrasada y sin corazón. Todo acto de resistencia es aplastado bajo el peso del compromiso colectivo, y todo intento de insurrección se ahoga en un océano de traición y cobardía. Excepto aquellos que aún tienen un ápice de conciencia, una pizca de coraje, un poco de determinación para salvar sus vidas y las de sus hijos. Y si esta gente, pacifistas de corazón y temerosos por costumbre, vacían por completo sus cuentas bancarias, entonces los tiranos ya no tendrán forma de pagar a sus agentes. ¿Y qué hace un funcionario o un policía cuando no cobra? ¡Él se queda en casa!
En este contexto donde el Estado quiere enviarnos a la guerra en Ucrania, ¡hagámoslo! Pero contra los tiranos, contra sus secuaces, contra este sistema opresor que de todas formas nos quiere muertos. Luchar contra fascistas y tiranos ya no es sólo una cuestión de fuerza bruta, sino de estrategia, inteligencia y astucia. La lucha hoy implica desorientar el poder, romper cadenas invisibles y crear una alternativa viable que algún día pueda hacer frente a este imperio tecnológico. Pero, sobre todo, son la convicción, la perseverancia y la solidaridad las que permiten que esta resistencia no se extinga nunca. Es a través de la determinación, el coraje y la responsabilidad de cada individuo de querer un mundo saludable que lograremos esto.
Lucha o huida, ésa era la pregunta planteada en este post. Pero tal vez la respuesta esté en aceptar una amarga verdad: en un mundo donde la gente se revuelca en la indiferencia y los poderosos se deleitan con sus privilegios, huir no será suficiente para encontrar una vida mejor; Todo lo que queda es luchar. Esto no es agresión sino autodefensa, nacida del instinto de supervivencia. Han hecho de nuestro mundo una jungla, dejemos de ser presas y convirtámonos en depredadores. ¡Ágil, rápido, disperso, perpetuo! Ciertamente, la revolución requiere un alma colectiva, y no un puñado de héroes solitarios, pero, como en la resistencia durante la guerra, no es el egocentrismo lo que prevalece, sino el éxito y el disimulo, antes del regocijo. En este juego no hay ganadores, sólo sobrevivientes.
En última instancia, sólo la lucha contra la adversidad puede liberarnos de aquellos individuos que sólo son fuertes porque nosotros somos débiles, porque hemos aceptado durante demasiado tiempo vivir a la sombra de su poder ilegítimo. Su único poder reside en su milicia, este ejército de violencia y vigilancia que los apoya, los protege y les permite imponer su tiranía. Pero esta fuerza es frágil, no es más que un edificio de papel, un castillo de naipes, que se derrumbará en cuanto se desoriente, en cuanto se enfrente a la ruptura de su poder absoluto, al elemento disruptivo que sacuda el orden artificial que impone gracias a la corrupción del dinero.
Ésta sería pues la maniobra a seguir para quien quisiera responder finalmente a la pregunta: "Pero ¿qué hacer?". La respuesta, como acabamos de leer, es múltiple y sin embargo lógica: desorientar, perturbar, sembrar la confusión en las filas de esta milicia todopoderosa, cortar los flujos financieros y de datos, las cámaras, los algoritmos que sin electricidad son cáscaras vacías y vulnerables. ¡Su poder es sólo una ilusión! Una ilusión mantenida por el miedo y la sumisión. Si cedemos ante el miedo, nos aplastarán. Pero si lo enfrentamos, si nos negamos a aceptar esta dominación, entonces, y sólo entonces, surgirá la verdadera fuerza. Porque el verdadero poder de la humanidad, el poder que puede derrocar a un tirano, reside en la voluntad de levantarse, en la unidad de los que resisten y en la certeza de que quienes dominan sólo son poderosos porque les hemos dejado esta ilusión.
La fragilidad de su poder se hace evidente tan pronto como una pequeña resistencia se organiza, tan pronto como se atreve a romper el silencio y tomar forma a través de acciones concretas, sin fanfarrias pero con muchas consecuencias. Es en la desorientación de su milicia donde encontraremos la clave de la victoria. En la multiplicación de pequeñas sanciones, de pequeños sabotajes, en la distribución por todo el territorio que los inmovilizará. Tirando a la basura los teléfonos inteligentes, destruyendo sus cámaras, amordazando sus centros de datos, eliminando sus torres 5G, cortando la electricidad y sus medios de comunicación y propaganda, tomando el control solos, sin nadie, pero de manera decidida y oculta, todo es entonces posible. El camino está ciertamente sembrado de obstáculos, pero menos que el de vivir en su prisión, transformada en un manicomio al aire libre.
Sí, hará falta audacia, determinación y perseverancia, pero sobre todo, después de reflexionar, no hay otro camino hacia la libertad. Cada uno tiene sus propias armas, cada uno tiene sus propias habilidades, pero es hora de luchar, sabiendo muy bien que no somos nosotros quienes hicimos esta lucha inevitable...
¡Es su odio a la vida!
Phil Broq.