La ciudad de Beit Lahia, al norte de la Franja de Gaza, en diciembre de 2023, tras un ataque israelí. / Yonatan Sindel /Flash90
Gaza no es solo Gaza. Martirizada e indomable, es también un símbolo universal. Representa al mundo colonizado. Al inmigrante, al oprimido, a la mujer, al indio, al negro. El trato que Gaza reciba, es el mismo que recibiremos los demás. “Gaza es el primer experimento para considerarnos a todos desechables”: frase de Gustavo Petro, retrinada por el político y escritor griego Yanis Varoufakis.
Gazificación del Tercer Mundo como estrategia imperial.
El genocidio en Gaza ha polarizado a la humanidad. De un lado, crece globalmente una conciencia solidaria y anticolonialista, derivada del apoyo al pueblo palestino.
En una lluviosa tarde bogotana del mes de junio, se realiza un mega concierto en la Plaza de Bolívar. Con el trasfondo de una enorme bandera palestina y la consiga ALTO AL GENOCIDIO, cantan músicos como Ahmed Eid, nacido en Ramallah, o el conjunto Escopetarra, vocero colombiano de la no violencia. Con la blanquinegra kufiyaal cuello, las muchachas y muchachos que esperan en largas colas bajo el aguacero, van entrando hasta desbordar la plaza.
Por el otro lado, en contraposición y ligadas a los intereses de Israel, se afianzan la intolerancia, la xenofobia, la islamofobia y la puesta en práctica de métodos extremos de expoliación, invasión y exterminio.
Por las mismas fechas del concierto bogotano, en el teatro Gubbangen de Estocolmo, un comando de nazis enmascarados ataca una reunión pro palestina de partidos de izquierda, hiriendo a cincuenta personas. En Nuseirat, al centro de Gaza, una escuela de la ONU es bombardeada por Israel, con un saldo de cincuenta muertos y decenas de heridos. En la ciudad de Washington –cuando los masacrados en Gaza ya sobrepasan los cuarenta mil–, Netanyahu hace presencia y habla ante el Congreso norteamericano, donde recibe una cerrada ovación de pie.
Ante los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el escritor George Bataille tuvo una visión. Bataille vio la Tierra proyectada en el espacio como una mujer que grita con la cabeza en llamas. La imagen se despliega hoy ante nuestros ojos. Somos testigos del genocidio: esa será nuestra impronta generacional.
Israel y el sionismo, con su política de tierra arrasada y exterminio, fijan la meta y marcan la pauta a seguir.
Los poderes occidentales que han apoyado y fomentado esa monstruosa calamidad transforman su orden basado en reglas, en un orden basado en hipocresía, violencia y estándares dobles: condenan la invasión de Ucrania por parte de Rusia, pero condonan la invasión de Palestina por parte de Israel.
La tolerancia y complicidad con los crímenes de guerra de Israel empuja a Occidente hacia el abismo de lo inhumano. Al permitirse a sí mismo lo que le ha tolerado a Israel, Occidente asumirá la guerra como medio y el expolio como fin. No habrá iracundia ni salvajismo que no considere lícitos y no utilice en beneficio propio.
Niños despedazados; mujeres quemadas vivas; pueblos condenados a la sed y el hambre; tortura de prisioneros; recién nacidos destinados a morir; violación de todo asilo, sea escuela, hospital o campo de refugiados. Ni siquiera el Bosco, en su más delirante pintura del infierno, llegó a imaginar lo que a diario aparece hoy en pantalla.
Desautorizando y ninguneando a la ONU, los Derechos Humanos, las organizaciones de ayuda humanitaria o los altos Tribunales Internacionales, y libres ya del peso de la ética, del respeto y de la compasión, los imperios antiguos y el imperio reciente se irán convirtiendo en maquinarias rabiosas, desencadenadas.
Se armarán hasta los dientes; ya lo están haciendo.
Ante una devastadora crisis ambiental, que ha mermado los recursos de subsistencia y amenaza con agotarlos, los países ricos perfeccionan el arte del saqueo. Llenarán sus despensas a expensas del resto del mundo.
Una vez desenmascarados de su hálito civilizador, procurarán mantener la fachada justificando cualquier atrocidad en nombre de la defensa de la democracia.
No habrá código de convivencia que quede en pie.
La distopía occidental se va fraguando y asoma la cabeza. Podría predecirse que, así como la caída de Constantinopla marcó la ruina del Imperio Bizantino, de la misma manera, el genocidio de Gaza sella el fin de la civilización occidental.
El Imperio no asume pasivamente su crisis irreversible. Antes de perder su hegemonía, querrá arrastrar en su caída al resto de la humanidad. A medida que ve cuestionados sus privilegios, los defiende a mordiscos cada vez más brutales.
Implementa medidas draconianas contra la inmigración, como arrebatarles los niños a sus padres y retenerlos en jaulas. O como el oprobioso asilo offshore, que consiste en detener contingentes de indocumentados para deportarlos hacia zonas desérticas e inhóspitas del planeta, donde les esperan el aislamiento, la inanición y la muerte.
Se atrinchera en fronteras militarizadas y acumula arsenal. Levanta economías internas basadas en la industria armamentista: desarrollo al servicio de la muerte; tecnología de punta para el Armagedón; laboratorios farmacéuticos, no en función de la salud, sino de las armas biológicas; bombas tácticas y estratégicas; misiles hipersónicos. Juguetes atómicos y demás parafernalia de destrucción masiva.
Se adiestra en el manejo de la hecatombe existencial. Si borra la huella del pasado y el latido del presente, sobre el portal del futuro izarán el bando: NADA HABRÁ SIDO. NADA SERÁ.
Artrítico y obsoleto su aparato político y desacreditadas sus instituciones, al poder colonialista le queda una salida, que acoge sin mucha reserva: darle vía libre al ascenso del fascismo. El tránsito está sucediendo tanto en Estados Unidos como en Europa. De no pararlo en seco, se afianzarán como naciones bárbaras, sombra de su propia sombra.
Estos son los signos de su decadencia. Lo que el Premio Pulitzer Chris Hedges caracteriza como el fin del dominio norteamericano.
Cuando un imperio cae, es porque ya ha caído.
Pese al estrépito, en una plaza bogotana cantan los jóvenes que apoyan a Gaza. Y en las universidades norteamericanas –centros del saber y del poder–, los estudiantes montan campamentos, enfrentándose a las directivas y a la Policía, para denunciar a Israel.
Se fortalece la resistencia, crece la audiencia.
Millones de personas en todo el mundo –sobre todo jóvenes– expresan su indignación ante el horror desatado contra el pueblo palestino.
Nunca antes salieron tantos a manifestar en las calles. Ríos de gentes, decenas de miles, en Londres, Bagdad, Viena, Johannesburgo, El Cairo, Ciudad de México, Kuala Lumpur, Washington, Madrid. Ni siquiera en época de Vietnam se movilizó la población global en tales proporciones, desafiando castigos, señalamientos, cárcel, despidos.
Al calor de la protesta, se va forjando una generación anticolonialista que no se afilia al modelo de civilización occidental. Persigue una nueva forma, digna y justa, de vivir y de pensar.
Los indignados de la Tierra se envalentonan, como David contra Goliat.
En América Latina, en África, en Asia, en Oriente Medio, los pueblos sujetos a antiguos y nuevos sometimientos dejan de otear hacia al Norte para mirarse entre sí. Encuentran afinidades y traman rutas de libertad. Al reconocerse, invierten el mapa geopolítico.
La consciencia anticolonial, que empieza apenas como un rumor, un vapor, una expectativa, se va condensando en el Tercer Mundo y en la soliviantada periferia de las grandes ciudades del Primero. Transformada en punto de fuga, la efervescencia de rebeldía podrá concretarse en programa político y plan de acción.
En el fondo oscuro de mi alma, invisibles, fuerzas desconocidas trababan una batalla en la que mi ser era el suelo, y todo yo temblaba con el embate desconocido.
Fernando Pessoa
Si la fe mueve montañas, la conciencia colectiva remonta cordilleras.
Los gobernantes occidentales se quedan solos en el acto abyecto de acudir a abrazar y felicitar al genocida, suministrándole armas y recursos para que pueda culminar su labor de exterminio.
Hay excepciones. Aunque pocas, honrosas; las de quienes, en pleno uso de independencia y dignidad, han denunciado el genocidio perpetrado en Gaza por Israel. Son los gobiernos de Suráfrica, de Irlanda, de España, de Brasil. Y de Colombia.
Aquí y allá ondean los pañuelos del adiós. Farewell, arrivederci, hasta la vista los Trumps, los Biden, los Netanyahus. Adiós a los Macron, los Trudeau, los Sunak. Chao-chao Milei y Úrsula von der Leyen. Los recordará la Historia como artífices del genocidio.
Son otras las voces que hoy se escuchan. La corriente anticolonialista tiene sus profetas, sus youtubers, sus activistas y sus poetas. Entre todos forman coro, abren camino, tejen filosofía. Siguen a Julian Assange en el compromiso de desentrañar verdades para sacar a luz los crímenes del poder.
Se llaman Noam Chomsky, Chris Hedges, Lula da Silva y Tarik Ali. Yanis Varoufakis, Ramón Grosfoguel, Jeremy Corbin, Susan Sontag y Jean-Luc Melenchon. Roger Waters, de Pink Floyd. La escritora australiana Caitlin Johnston. Amy Goodman, de Democracy Now. La diputada irlandesa Clare Daly. Y Gustavo Petro. (Y sin duda Saramago, si todavía estuviera aquí...) Todos ellos coinciden en el repudio al sionismo y en el apoyo a Gaza.
Porque Gaza representa a los pueblos pobres del planeta, los desheredados, los expoliados y explotados y luego demonizados, despreciados y considerados desechables. La política de exterminio diseñada para Gaza es apenas un modelo. Un experimento de lo que se pretende aplicar, y se está aplicando ya, a las masas de migrantes, las razas no blancas, las religiones no cristianas.
Yo pisaré las calles nuevamente
de lo que fuera Gaza ensangrentada
y en una hermosa plaza liberada
me detendré a llorar por los ausentes.
(Parafraseando a Pablo Milanés)
Una Gaza liberada rompería la secuencia automática de la fatalidad. Simbolizaría el entierro del viejo orden y el acceso a un espacio de posibilidades deslumbrantes e inesperadas. Un milagro secular.