Todos los proyectos coloniales de lo colonos, incluido Israel, llegan a un punto en el que abrazan la matanza y el genocidio a gran escala para erradicar a una población nativa que se niega a capitular.
Durante el asedio en Sarajevo, cuando informaba para The New York Times, nunca soportamos el nivel de bombardeos de saturación y el bloqueo casi total de alimentos, agua, combustible y medicinas que Israel ha impuesto en Gaza. Nunca soportamos cientos de muertos y heridos al día. Nunca soportamos la complicidad de la comunidad internacional en la campaña de genocidio serbia. Nunca toleramos que Washington interviniera para bloquear las resoluciones de alto el fuego. Nunca soportamos envíos masivos de armas desde Estados Unidos y otros países occidentales para sostener el asedio. Nunca soportamos informes de prensa desde Sarajevo que fueran rutinariamente desacreditados y desestimados por la comunidad internacional, aunque 25 periodistas asesinados en la guerra a manos de las fuerzas serbias para mantener el asesio. Nunca soportamos que los gobiernos occidentales justificaran el asedio como el derecho de los serbios a defenderse, aunque las fuerzas de paz de la ONU enviadas a Bosnia fueron en gran medida un gesto de relaciones públicas, ineficaces para detener la matanza hasta que se vieron obligados a responder tras las masacres de 8.000 hombres y niños bosnios en Srebrenica.
No pretendo minimizar el horror del asedio de Sarajevo, que me provoca pesadillas casi tres décadas después. Pero lo que sufrimos –entre trescientos y cuatrocientos proyectiles por día, entre cuatro y cinco muertos por día y dos docenas de heridos por día– es una pequeña fracción de la muerte y destrucción generalizadas en Gaza. El asedio israelí a Gaza se parece más al asalto de la Wehrmacht a Stalingrado, donde más del 90 por ciento de los edificios de la ciudad fueron destruidos, que a Sarajevo.
El viernes la Franja de Gaza vio cortadas todas sus comunicaciones. Sin internet. Sin servicio telefónico. Sin electricidad. El objetivo de Israel es el asesinato de decenas, probablemente cientos de miles de palestinos y la limpieza étnica de aquellos que sobreviven en los campos de refugiados de Egipto. Es un intento de Israel de borrar no sólo a un pueblo, sino también la idea de Palestina. Es un calco de las campañas masivas de matanza racializada de otros proyectos coloniales de colonos que creían que la violencia indiscriminada y generalizada podría hacer desaparecer las aspiraciones de un pueblo oprimido, cuyas tierras robaron. Y al igual que otros perpetradores de genocidio, Israel tiene la intención de mantenerlo oculto.
La campaña de bombardeos de Israel, una de las más intensas del siglo XXI, ha matado a más de 7.300 palestinos, casi la mitad de ellos niños, junto con 26 periodistas, trabajadores médicos, maestros y personal de las Naciones Unidas. Unos 1,4 millones de palestinos en Gaza han sido desplazados y se estima que 600.000 están sin hogar. Mezquitas, 120 centros de salud, ambulancias, escuelas, bloques de apartamentos, supermercados, plantas de tratamiento de agua y aguas residuales y centrales eléctricas han quedado reducidos a escombros. Hospitales y clínicas, que carecen de combustible, medicinas y electricidad, han sido bombardeados o están cerrando. El agua limpia se está acabando. Gaza, al final de la campaña de tierra arrasada de Israel, será inhabitable, una táctica que los nazis emplearon regularmente cuando enfrentaron resistencia armada, incluso en el gueto de Varsovia y más tarde en la propia Varsovia. Para cuando Israel termine, Gaza, o al menos Gaza tal como la conocíamos, ya no existirá.
No solo las tácticas son las mismas, sino también la retórica. Se refieren a los palestinos como animales, bestias y nazis. No tienen derecho a existir. Sus hijos no tienen derecho a existir. Deben ser limpiados de la tierra.
El exterminio de aquellos cuyas tierras robamos, cuyos recursos saqueamos y cuyo trabajo explotamos está codificado en nuestro ADN. Pregunten a los nativos americanos. Pregunten a los indios. Pregunten a los congoleños. Pregunten a los Kikuyu en Kenia. Pregunten a los herero de Namibia que, al igual que los palestinos de Gaza, fueron asesinados a tiros y conducidos a campos de concentración en el desierto, donde murieron de hambre y enfermedades. Ochenta mil de ellos. Pregunten a los iraquíes. Pregunten a los afganos. Pregunten a los sirios. Pregunten a los kurdos. Pregunten a los libios. Pregunten a los pueblos indígenas de todo el mundo. Ellos saben quiénes somos.
El distorsionado rostro colonial de colonos de Israel es el nuestro. Pretendemos lo contrario. Nos atribuimos virtudes y cualidades civilizadoras que, como en Israel, son justificaciones endebles para despojar a un pueblo ocupado y asediado de sus derechos, apoderarse de sus tierras y utilizar encarcelamientos prolongados, torturas, humillaciones, pobreza forzada y asesinatos para mantenerlos subyugados.
Nuestro pasado, incluido nuestro pasado reciente en Medio Oriente, se basa en la idea de someter o eliminar a las razas “inferiores” de la tierra. A estas razas “inferiores” les damos nombres que encarnan el mal. Estado Islámico, Al Qaeda, Hezbolá, Hamás. Usamos insultos racistas para deshumanizarlos. “Haji” “Sand Nigger” “Camel Jockey” “Ali Baba” “Dung Shoveler” Y luego, porque encarnan el mal, porque son menos que humanos, nos sentimos autorizados, como dice Nissim Vaturi, miembro del parlamento israelí por el el partido gobernante Likud dijo a borrar “la Franja de Gaza de la faz de la tierra”.
Naftali Bennett, ex Primer Ministro de Israel, en una entrevista en Sky News el 12 de octubre dijo: “Estamos luchando contra los nazis”, en otras palabras, contra el mal absoluto.
Para no quedarse atrás, el primer ministro Benjamín Netanyahu describió a Hamás en una conferencia de prensa con el canciller alemán, Olaf Scholz, como “los nuevos nazis”.
Piense en ello. Un pueblo, encarcelado en el campo de concentración más grande del mundo durante dieciséis años, sin alimentos, agua, combustible y medicinas, sin ejército, fuerza aérea, marina, unidades mecanizadas, artillería, mando y control y baterías de misiles, está siendo masacrado y muerto de hambre por uno de los ejércitos más avanzados del planeta, ¿y son los nazis?
Aquí hay una analogía histórica. Pero no es algo que Bennett, Netanyahu o cualquier otro líder israelí quieran reconocer.
Cuando quienes están ocupados se niegan a someterse, cuando continúan resistiendo, abandonamos toda pretensión de nuestra misión “civilizadora” y desatamos, como en Gaza, una orgía de matanza y destrucción. Nos emborrachamos de violencia. Esta violencia nos vuelve locos. Matamos con ferocidad imprudente. Nos convertimos en las bestias que acusamos de ser a los oprimidos. Exponemos la mentira de nuestra alardeada superioridad moral. Exponemos la verdad fundamental sobre la civilización occidental: somos los asesinos más despiadados y eficientes del planeta. Sólo por eso dominamos a los “condenados de la tierra”. No tiene nada que ver con la democracia o la libertad. Estos son derechos que nunca pretendemos otorgar a los oprimidos.
“El honor, la justicia, la compasión y la libertad son ideas que no tienen adeptos”, nos recuerda Joseph Conrad, quien escribió “El corazón de las tinieblas”. “Sólo hay personas, sin saber, sin entender ni sentir, que se embriagan de palabras, las repiten, las gritan, imaginando que las creen sin creer en nada más que el beneficio, la ventaja personal y la propia satisfacción.”
El genocidio es la esencia del imperialismo occidental. No es exclusivo de Israel. No es exclusivo de los nazis. Es la piedra angular de la dominación occidental. Los intervencionistas humanitarios que insisten en que debemos bombardear y ocupar otras naciones porque encarnamos la bondad (aunque promueven la intervención militar sólo cuando se percibe que es de nuestro interés nacional) son idiotas útiles de la maquinaria de guerra y imperialistas globales. Viven en un cuento de hadas de Alicia en el país de las maravillas donde los ríos de sangre que generamos hacen del mundo un lugar mejor y más feliz. Son las caras sonrientes del genocidio. Puedes verlos en tus pantallas. Puedes escucharlos soltar su pseudomoralidad en la Casa Blanca y en el Congreso. Siempre se equivocan. Y nunca desaparecen.
Tal vez nos dejemos engañar por nuestras propias mentiras, pero la mayor parte del mundo nos ve a nosotros y a Israel con claridad. Entienden nuestras inclinaciones genocidas, nuestra hipocresía y nuestra superioridad moral. Ven que los palestinos, en gran medida sin amigos, sin poder, obligados a vivir en miserables campos de refugiados o en la diáspora, privados de su patria y eternamente perseguidos, sufren el tipo de destino que alguna vez estuvo reservado para los judíos. Ésta quizá sea la trágica ironía final. Aquellos que alguna vez necesitaron protección contra el genocidio ahora lo cometen.