Gracias a mi amigo hermano J*, que sé que es discreto, me enteré de que el investigador Henri Laborit había estado trabajando en el comportamiento de las ratas en su laboratorio. El experimento es sencillo. Encierra a una rata en una jaula de dos compartimentos. El fondo de una parte de la jaula se puede electrificar, de modo que la rata se refugia en el segundo compartimento. Si se impide que la rata se escape al segundo compartimento, desarrolla problemas de comportamiento y físicos. Si se encierra a dos ratas en la misma jaula, también sin posibilidad de escapar, desarrollan, debido al dolor de la electrificación, reacciones agresivas entre ellas.
Existe una variante del experimento en la que la electrificación del suelo de la jaula va precedida de una señal sonora. Cuando se impide que la rata huya, la sola señal sonora, al cabo de un tiempo, genera trastornos de comportamiento y agresividad. A esto hay que añadir los experimentos realizados en humanos que han demostrado que algunas personas son capaces, en su condición de experimentadores, de torturar a otras por sumisión a la autoridad. Ahora tenemos los conocimientos básicos que nos permiten entender lo que está en juego desde hace un año con el virus Covid-19.
Nos han confinado y convertido en ratas de laboratorio. A una señal determinada, los habitantes fueron obligados a refugiarse en su hábitat, bajo arresto domiciliario. La calle estaba prohibida salvo en casos excepcionales, como si estuviera electrificada por un virus invisible, y bajo el control de la policía. El toque de queda es una variante del experimento: a una hora determinada, las ratas vuelven a su hábitat so pena de una dolorosa multa.
Pero la situación es más compleja si consideramos las señales que acompañan a la situación de dolor, trasladadas a la sociedad humana. Por ejemplo, las ratas-habitantes deben escuchar los anuncios de las autoridades. Lo que hace que el lugar de asignación no sea un refugio, sino el lugar donde es obligatorio padecer cada día el dolor generado por la repetición del condicionamiento a la cual los experimentadores trabajan con esmero.
En febrero de 2020, un gran número de personas tomaron conciencia de la existencia de virus y microbios, que hasta entonces les habían acompañado sin ningún problema (durante 2000 años, sin mirar más allá, sólo han quedado en las memorias algunos períodos de crisis mucho más graves que la que estamos viviendo). Al mismo tiempo, se ha impedido a los médicos comentar sobre las prácticas médicas adecuadas, o incluso tratar -punto crucial-, y a los hospitales trabajar con normalidad, todas soluciones que podrían haber frustrado la experiencia.
El confinamiento desencadenó lógicamente problemas de comportamiento. Por ejemplo, muchas personas viven con una tela[3] delante de la boca y la nariz cuando el virus se propaga esencialmente a través de las manos, incluso amordazando a sus hijos, mientras que sólo los ancianos o las personas con patologías o desequilibrios graves presentan riesgos, otros impiden que sus vecinos se acerquen a ellos, se alejan de los transeúntes en la calle, se vuelven agresivos, etc.
Algunos desarrollan una forma de agresividad contra sí mismos, caen enfermos y se cuidan como pueden y casi a regañadientes, o se suicidan. Otros hablan abiertamente de suicidarse si se renuevan los confinamientos [4]. Algunos, privados de sus amistades durante meses, sueñan con inyectarse cualquier pócima en el cuerpo, suponiendo que esto detendrá el dolor de la soledad y les permitirá reanudar una vida normal.
Las ratas en grupo desarrollan reacciones agresivas. En las mismas condiciones, los adultos o los niños sufren las repercusiones de la privación de libertad en forma de agresiones verbales, violencia física y otros malos tratos. Las disputas familiares florecen. Los niños se ven obligados a seguir estudiando "en línea" en estas condiciones que los manitas de la educación sueñan con perpetuar.
Se puede apostar, pues, por un aumento de las patologías de todo tipo (a comprobar cuando se disponga de las estadísticas, y si no están disfrazadas al igual que están las estadísticas del número de muertos por Covid-19).
Los manuales sobre las experiencias de comportamiento no dicen cuál es la relación entre la duración del experimento y el nivel de sadismo de los experimentadores. Pero en lo que respecta a la sociedad humana, se sabe que basta con que una autoridad, en algún lugar, tome una decisión, para que toda la cadena de experimentadores se ponga en marcha. En efecto, cada experimentador -que son muchos- a su nivel, quiere evitar, negándose a atormentar a sus semejantes, de encontrarse en la situación en la que sería degradado al rango de una simple rata.
Además, los experimentadores han desarrollado para justificar la situación un argumento relativo a la salud pública: hay que evitar, al parecer, las muertes de Covid-19 a toda costa. El doctor Fouché recordó que cada día, mueren en Francia una media de 1.671 personas según Santé Publique France, 419 por enfermedades cardiovasculares (150.000 personas al año), 460 por cáncer (165.000 personas al año), 110 por enfermedades respiratorias (3.900 personas al año), 27 por suicidios (9.700 personas al año), 10 por accidentes de tráfico (3.600 personas al año). No hay duda de nos encontrar una buena experiencia para evitar todas estas muertes.
Por lo tanto, los experimentadores bien merecen el reconocimiento de las autoridades por servir a la buena causa. De hecho, la distribución de medallas ha comenzado.
Michel Delanature
1.Tal vez debemos tener en cuenta las cantidades de fibras que las mascarillas emiten en los pulmones de los utilizadores.
2.Esta es la convicció.n de los profesores Perronne y Raoult y de la Coordination Santé Libre, pero el consenso internacional aún no ha sido establecido.
3.Tal vez debemos tener en cuenta las cantidades de fibras que las mascarillas emiten en los pulmones de los utilizadores.
4.Textual; ante el estrés, el organismo revierte su agresividad contra sí mismo y se autodestruye